viernes, 17 de enero de 2014

El paseíllo

Nada tan perturbador como que unos parlamentarios soliciten el ya célebre paseíllo de la Infanta Cristina. Ellos, tan aforados con absurdos privilegios que les permiten declarar por escrito ante un juez, no se cortan un ápice en solicitar que una ciudadana pase un mal trago ante centenares de periodistas y fotógrafos debido a su relevancia pública. Lo llaman igualdad, pero es otra cosa. Algunos lo llaman “pena de telediario”, y realmente se trata de eso, de un escarmiento que ultraja todas las presunciones de nuestra democracia, como lo es juzgar en la calle lo que se ha de juzgar ante la ley.

El asunto de la relevancia pública no es baladí: en similar situación, ni a usted ni a mí querría nadie fotografiarnos, como tampoco reuniremos a cientos de personas que nos aplaudirán o silbarán o llamarán de todo. Pero a ella, a la Infanta, sí. Admito que es posible que, finalmente, la Casa Real desee que el paseíllo se celebre. No estaría mal como exhibición de templanza y de responsabilidad. Pero no es algo que me competa a mí aconsejar.

Si de mí dependiese, ese paseíllo se lo darían, con toda parafernalia, fiscales y jueces (y algunos políticos), porque menudo espectáculo está dando nuestra Justicia… Ya son dos los poderes del Estado que muestran preocupantes evidencias de deterioro (al del poder político veníamos acostumbrándonos) con sus guerras, guerrillas, canibalismos y cuchilladas salvajes en aquellas causas donde debería resplandecer la solidez de la ley. Pues no. Fiscales contra jueces. Jueces contra todos. Y todos a garrotazos como si de repente se hubiera instaurado el caos también en casa de la estatua ciega. Esto es un despropósito (por no decir una palabra soez).

Sabe usted, lector, que me considero republicano, pero no por ello pretendo ni quiero desprestigiar a la Infanta o al Rey. Que no contemple la monarquía en los tiempos que corren no es óbice para que, al margen de mi opinión personal, pueda interpretar la realidad que toca vivir. Y mi interpretación es que la gente le tiene ganas a la Casa Real por dos motivos: una, compendiar en una sola institución (la más alta de todas, de gran relevancia) todo el malestar y la indignación que han ido anegando nuestras cañerías interiores en los últimos años; y dos, porque, con delito o sin delito, la gente necesita chillar y desquitarse de una extraña sensación de que aquí solo pagamos el pato los de a pie, y de entre los poderosos, ninguno. Y ya está bien, caramba.