viernes, 27 de diciembre de 2013

Infelices fiestas

A quien me pregunta sobre las fiestas navideñas siempre respondo que me gustan mucho. Siempre. Y es verdad. Aburrido estoy de las argumentaciones sobre el consumismo, las lucecitas o la alegría que muchos creen impostura. Yo, al menos, lo tengo muy claro. No resultan felices estas fiestas por la cuantía del gasto en el supermercado o la adquisición de regalos caros, que uno puede zamparse un suculento cocido en la comida del día de Navidad, de hecho es algo que recomiendo, y dejar los presentes para que los más pequeños disfruten de una sonrisa de asombro mientras la ilusión perdure.

Y oiga, las sonrisas no se vuelven de repente hipócritas o fingidas porque en el almanaque aparezca un 25. De hecho, me parece justamente lo contrario, que lo son esas caras agrias y quejumbrosas con las que un buen número de parroquianos se pasea por las calles bajo el brillo de las luces. Un día es un día, así se trate de un cumpleaños, una boda, una navidad o la graduación del hijo mayor. A los momentos tradicionales les podemos cambiar el ropaje, la ideología, la justificación, la liturgia e incluso el nombre. Perduran de un modo u otro porque representan algo seguramente muy escondido y difícil de explicar, y siempre es más sencillo atenerse a ello que modificarlo.

Vaya por delante, entonces, mi convencimiento de que estas fiestas navideñas son, de natural, felices. No aportan nada negativo y dejan al albedrío de cada cual la adecuada dosificación religiosa o económica que en ellas se adhiere. Y son felices porque, entre varias razones, generalmente unen a la familia. A veces, como en el caso particular de quien esto suscribe, y tal y como mis lectores más fieles ya habrán deducido, la felicidad se torna amarga y desazonadora precisamente por las ausencias, término éste bastante tibio con el que expresamos que alguien ha fallecido y ya no ha de acompañarnos más por Navidad.

También soy del convencimiento de que, para quienes padecen los sufrimientos que inflige la pobreza, las navidades difícilmente han de representar un momento muy ufano. No sabría determinar cuántos miles o millones de personas ahora mismo no pueden ni saben ni quieren desear felices fiestas al prójimo. Ni evaluar si la tal infelicidad está exenta de toda esperanza o queda todavía algún resquicio, por insignificante que parezca. Es a ellos a quienes, en estas últimas palabras mías de 2013 en DV, quisiera aportar algo más que un buen deseo. Y no puedo. Feliz Año.