viernes, 18 de octubre de 2013

El precio de la soledad

La mayor equivocación de un pueblo con trazas de inequívoca singularidad, que camina con la mirada puesta en la independencia de su identidad, consiste en poner precio al sentimiento que lo une. En la altura conceptual inherente a la propia diferenciación del resto no ha lugar para semejantes bajezas, siempre tan subjetivas y, sobre todo, cutres. Dicen que la política es el arte de tratar con lo mundano, única manera de posibilitar la convivencia de las ideas, pero me consta que atrapar el anhelo identitario en los remolinos de la fiscalidad y el autogobierno es, como poco, vaporoso.

Además, qué puedo decir. Un debate tan técnico como el de la financiación siempre enriquece, aunque aburra. Y un debate tan filosófico como el del separatismo siempre apasiona, aunque confunda. Es el debate político, el que todo lo mezcla y remezcla y vuelve a mezclar hasta acabar poniendo precio a su ontológico existir, el que siempre apaga la voz de técnicos y filósofos con gritos de histeria e iluminación salvífica. Poner precio a las cosas es una manera mercantil de eliminar por completo su valor intrínseco. Los políticos nunca han sabido defender la metafísica de los pueblos: de ella no emerge el poder, éste solo emerge del dinero y los boletines oficiales. Y si entramos en materia de agravios entre unos y otros, apaga y vámonos. Ahí es donde relucen con abundancia las ignorancias históricas supinas, los mesianismos desaforados y el egoísmo más recalcitrante. Cualquier persona que haya convivido en una casa con uno o más hermanos, sabe de lo que hablo.

Lo más triste, con todo, no es asistir al lamentable espectáculo de las declaraciones de independencia como amenaza o a la aburrida impasibilidad del señor que pasará a la Historia de este país como uno de los más insulsos mandamases de todos los tiempos (el anterior, al menos, resultaba simpático). Lo más triste es observar cómo unos y otros han secuestrado, primero, y reemplazado, después, la voz del pueblo al que representan. Tampoco puede olvidarse que para una amplia cantidad de ciudadanos, los más ideologizados y partidistas, la adhesión a esta forma de vocinglería política es poco menos que irreemplazable.

A lo mejor todo este barullo se resuelve asumiendo, unos y otros, que los caminos de la soledad, provenga de donde provenga, solo conducen a un único destino: la unión con los demás. Porque el precio de la soledad es irrisorio, pero el valor de la unión es inobjetable.