viernes, 15 de febrero de 2013

Ingravescente aetate

Concluía mi anterior columna con lo de “dimitir es sólo un nombre ruso”, y prontamente, al lunes siguiente, Benedicto XVI anunció a los cardenales reunidos en consistorio su renuncia al papado con toda seriedad y grandeza, a juicio de quien esto suscribe, así como un imprevisto error gramatical: escribió “ministerio comissum” en lugar del concordante “ministerio commisso”. Pero dejemos a un lado la errata, que en alguna parte ya se ha debatido, y que únicamente sirve de anzuelo para que a usted, lector, bien informado e inteligente, suscite curiosidad y sirva de preámbulo a mis otras reflexiones.

Vaya por delante que si usted, por el motivo que sea, asumiendo legítimamente tesis anticlericales, lo único que tiene en consideración es el modo más rápido de hacer desaparecer el catolicismo de la faz de la tierra, he de recomendarle que prosiga la lectura de este diario por cualquier otro punto, porque es mi intención elogiar, sin exenta crítica, a quien pronto va a abandonar su triregnum.

No pienso ensalzar el papazgo de Benedicto XVI, y me remito a las informaciones que continuamente se publican estos días al respecto. Pero sí deseo ponderar a Joseph Ratzinger: al asceta; al finísimo literato de verbo sencillo y prosaicamente alegórico, al desafiante teólogo capaz de persuadir al creyente (y no creyente) sobre la necesidad de recuperar la escatología inicial en el credo cristiano y disminuir el peso del juicio de Dios (por citar un ejemplo de uno de sus libros, el primero de todos); al intelectual de enorme peso y atinado verbo (ahí quedan sus encíclicas, fue de las primeras personalidades en el mundo que atinó correctamente con las causas de la crisis que aún hoy padecemos, como lo demuestra “Caritas in Veritate”); al ser humano cabal, humilde pese a su capacidad, de charla hilarante (a tenor de quienes le conocen) y fundamentalmente comprometido con sus valores personales, con independencia de que el resto los compartamos o no.

Imagino que la Historia, sobre todo la que discurre en boca del común de los mortales, trascenderá que Ratzinger fue un Papa mediocre y débil. No lo sé, ni me corresponde valorarlo. En lo que respecta a mi historia personal, he terminado de leer dos libros suyos y ávidamente me dirijo al tercero (desplazando con ello a mi admirado Pla y su cuaderno gris), y en cada línea que descubro de Ratzinger no encuentro sino a una personalidad magnífica y ejemplar. Le deseo lo mejor desde este momento.