La piratería digital en España asciende al 76% del mercado total.
El consumo legal (por cuatrimestre) de discos, películas, videojuegos y libros
es de 1.650 millones de euros. El contenido pirateado en todo el 2009 ascendió
a 10.000 millones de euros. El 80% de los usuarios afines a piratear contenidos
lo hace a través de programas como emule. Más del 40% de los usuarios dicen
emplear también las webs de descarga directa. Son los jóvenes quienes más
piratean: entre un 70% y un 90% de ellos.
No conozco a nadie que no justifique la piratería. Casi
siempre alegando que con dicha actividad se comparte cultura, que es algo muy
lícito. Se ofenden si les llamas ladrones, porque –cierto es– no lo son, y justifican
su conducta en la necesidad de cambiar el modelo cultural, modificar el mercado,
e incluso en el egoísmo de los lobbies, que desean meter en la cárcel a todos
los usuarios de Internet. Aquí, cuando se trata de justificar lo que uno hace
mal, acabamos queriendo modificar el modelo o la especulación. La culpa siempre
de otro, aunque la tenga yo.
En realidad, he olvidado por qué hablo tanto de este tema: está
perdido de antemano. Las descargas ilegales en Internet avanzan imparablemente.
Las estadísticas dicen que el 76% de los usuarios que contratan ADSL lo hace
para bajar música y ver películas. No me inquieta. Al final, el mercado se
adaptará al entorno y encontrará formas de generar ingresos donde hoy sólo encuentra
obstáculos. Lo preocupante es el concepto de cultura que, ahora mismo, está
predominando en la sociedad. La cultura que permanece es la del consumo. Atrae la
cultura que se cobra, la única capaz de masificar.
Hay infinidad de artistas en la red que colocan sus obras gratis
o a un precio bajísimo, pero no importa: al público le interesa lo que aparece
en la televisión, en los best-sellers
y los top10 de lo que sea. Y ésa
tiene un precio, generalmente alto porque proviene de productores de contenidos
que viven de los beneficios, como cualquier empresa. Pero… la tecnología
digital la ha convertido en algo que se puede obtener gratis.
Aferrados al “tonto el último”, ningún ciudadano consumidor
de cultura (cuyo sentido del disfrute pasa por obtener gratis algo que sabe que
tendría que pagar) se planteará jamás cambiar sus pautas de conducta, a menos
que la ley (y sus herramientas) le obligue a ello. Por supuesto, defenderá la
cultura en mayúsculas, pero la despreciará sistemáticamente en sus descargas.