viernes, 4 de junio de 2010

La otra crisis

La piratería digital en España asciende al 76% del mercado total. El consumo legal (por cuatrimestre) de discos, películas, videojuegos y libros es de 1.650 millones de euros. El contenido pirateado en todo el 2009 ascendió a 10.000 millones de euros. El 80% de los usuarios afines a piratear contenidos lo hace a través de programas como emule. Más del 40% de los usuarios dicen emplear también las webs de descarga directa. Son los jóvenes quienes más piratean: entre un 70% y un 90% de ellos.
No conozco a nadie que no justifique la piratería. Casi siempre alegando que con dicha actividad se comparte cultura, que es algo muy lícito. Se ofenden si les llamas ladrones, porque –cierto es– no lo son, y justifican su conducta en la necesidad de cambiar el modelo cultural, modificar el mercado, e incluso en el egoísmo de los lobbies, que desean meter en la cárcel a todos los usuarios de Internet. Aquí, cuando se trata de justificar lo que uno hace mal, acabamos queriendo modificar el modelo o la especulación. La culpa siempre de otro, aunque la tenga yo.
En realidad, he olvidado por qué hablo tanto de este tema: está perdido de antemano. Las descargas ilegales en Internet avanzan imparablemente. Las estadísticas dicen que el 76% de los usuarios que contratan ADSL lo hace para bajar música y ver películas. No me inquieta. Al final, el mercado se adaptará al entorno y encontrará formas de generar ingresos donde hoy sólo encuentra obstáculos. Lo preocupante es el concepto de cultura que, ahora mismo, está predominando en la sociedad. La cultura que permanece es la del consumo. Atrae la cultura que se cobra, la única capaz de masificar.
Hay infinidad de artistas en la red que colocan sus obras gratis o a un precio bajísimo, pero no importa: al público le interesa lo que aparece en la televisión, en los best-sellers y los top10 de lo que sea. Y ésa tiene un precio, generalmente alto porque proviene de productores de contenidos que viven de los beneficios, como cualquier empresa. Pero… la tecnología digital la ha convertido en algo que se puede obtener gratis.
Aferrados al “tonto el último”, ningún ciudadano consumidor de cultura (cuyo sentido del disfrute pasa por obtener gratis algo que sabe que tendría que pagar) se planteará jamás cambiar sus pautas de conducta, a menos que la ley (y sus herramientas) le obligue a ello. Por supuesto, defenderá la cultura en mayúsculas, pero la despreciará sistemáticamente en sus descargas.