Hay quien se opone a la prohibición del burka en los
espacios públicos. Y a prohibir el uso del velo musulmán en las escuelas e
institutos. A mí, personalmente, me resulta inconcebible que se niegue al
Estado la capacidad de regular la vestimenta de los alumnos en los colegios
públicos. No lo hace ejercitando un poder coercitivo, sino como titular de una
red educativa. Sorprende que se cuestione su derecho a establecer las normas de
conducta que han de imperar en los centros de enseñanza. Que yo sepa, ya existe
una norma que impide a los alumnos asistir con gorra a clase. Al parecer, va en
función de sus creencias religiosas.
Una cosa es defender la libertad individual de la mujer
musulmana, y otra respetar las reglas sociales que dirimen el comportamiento de
la ciudadanía en los lugares públicos. El uso del burka puede ser voluntad
explícita de la mujer islámica, y no una imposición externa. Pero ello no supone
razón alguna para impedir que la sociedad establezca las reglas en que se
fundamente la convivencia en las calles, piscinas, escuelas… Nadie veta que
usted, o yo mismo, en casa, tenga una cruz gamada nazi. Lo que conduce a su
prohibición es el deseo de la sociedad a no ser agredida moralmente en los
espacios públicos.
Además, el burka no deja de ser parte de una simbología
política, la del integrismo islámico. Sea usted todo lo musulmán que quiera en
su casa, pero admita la regla social del lugar donde vive. No querer hacerlo
implica una falta absoluta de respeto hacia el país y la sociedad que lo acoge.
El integrismo siempre, repito, siempre trata de imponer sus normas, allá donde
esté. En muchos países islámicos, la no observancia del velo supone, para las
mujeres transgresoras, ser condenadas a penas represivas muy considerables. Es
esta opresión, y no nuestra obsesión de cargar contra la mujer que
individualmente elige llevar el burka, la que se trata de impedir con la
prohibición del burka. No queremos que llegue hasta nosotros.
Merece criticar la desvalorización que muchos promulgan en
aras de la libertad absoluta de todos y cada uno de los individuos. Apenas quedan
argumentos ya para defender unas normas de convivencia elementales. Vivimos un
tiempo en el que todo es cuestionable. Y el fundamentalismo jamás cede en sus
pretensiones. Hoy por hoy, el mundo no está lo suficientemente avanzado como
para desoír la amenaza silente que representa en nuestras propias calles. Bien
lo sabemos en Euskadi.