viernes, 18 de junio de 2010

Burkas y velos

Hay quien se opone a la prohibición del burka en los espacios públicos. Y a prohibir el uso del velo musulmán en las escuelas e institutos. A mí, personalmente, me resulta inconcebible que se niegue al Estado la capacidad de regular la vestimenta de los alumnos en los colegios públicos. No lo hace ejercitando un poder coercitivo, sino como titular de una red educativa. Sorprende que se cuestione su derecho a establecer las normas de conducta que han de imperar en los centros de enseñanza. Que yo sepa, ya existe una norma que impide a los alumnos asistir con gorra a clase. Al parecer, va en función de sus creencias religiosas.
Una cosa es defender la libertad individual de la mujer musulmana, y otra respetar las reglas sociales que dirimen el comportamiento de la ciudadanía en los lugares públicos. El uso del burka puede ser voluntad explícita de la mujer islámica, y no una imposición externa. Pero ello no supone razón alguna para impedir que la sociedad establezca las reglas en que se fundamente la convivencia en las calles, piscinas, escuelas… Nadie veta que usted, o yo mismo, en casa, tenga una cruz gamada nazi. Lo que conduce a su prohibición es el deseo de la sociedad a no ser agredida moralmente en los espacios públicos.
Además, el burka no deja de ser parte de una simbología política, la del integrismo islámico. Sea usted todo lo musulmán que quiera en su casa, pero admita la regla social del lugar donde vive. No querer hacerlo implica una falta absoluta de respeto hacia el país y la sociedad que lo acoge. El integrismo siempre, repito, siempre trata de imponer sus normas, allá donde esté. En muchos países islámicos, la no observancia del velo supone, para las mujeres transgresoras, ser condenadas a penas represivas muy considerables. Es esta opresión, y no nuestra obsesión de cargar contra la mujer que individualmente elige llevar el burka, la que se trata de impedir con la prohibición del burka. No queremos que llegue hasta nosotros.
Merece criticar la desvalorización que muchos promulgan en aras de la libertad absoluta de todos y cada uno de los individuos. Apenas quedan argumentos ya para defender unas normas de convivencia elementales. Vivimos un tiempo en el que todo es cuestionable. Y el fundamentalismo jamás cede en sus pretensiones. Hoy por hoy, el mundo no está lo suficientemente avanzado como para desoír la amenaza silente que representa en nuestras propias calles. Bien lo sabemos en Euskadi.