viernes, 12 de marzo de 2010

Carta de una lectora a su padre

Apreciado padre: 
Hace mucho que no eres mi papá. Eres mi padre. Un padre engendra. Un papá juega con su hijo, lo lleva de paseo, le ayuda a hacerse adulto. Un papá educa, no se limita a pagar el colegio. Un papá no maltrata ni insulta, defiende a sus hijos, les quiere. Te llamo padre porque nunca fuiste mi papá. Destruiste mis sueños. Me esclavizaste. Me odiaste desde que nací.
Un día, de niña, discutiendo con mi hermano, te despertamos de la siesta. Enfurecido, me gritaste e insultaste. Presa de miedo ante ti, corrí a esconderme bajo la cama. Me seguiste con un palo azul. Me sacaste de debajo de la cama y… No sigo. Prefiero no recordarlo.
Otro día me hice un esguince en el tobillo. Iba con muletas y con el pie escayolado. Me obligaste a trabajar ese fin de semana. No pude oponerme. Sabías que los médicos me aconsejaron reposo absoluto. Pero me obligaste a trabajar. Atendí a los clientes con muletas. Ellos preguntaban qué hacía allí cuando debería estar en cama. A uno de ellos tuve que cogerle el bajo del pantalón. Tú estabas libre, pero no me ayudaste. Dejé las muletas, me tiré en el suelo, cogí el bajo… y me levanté del suelo. Ni siquiera me recogiste la muleta. Eso no lo hace un papá.
Luego fue peor. Cada día era un infierno constante. Lo más agradable era oírte llamarme inútil o gilipollas o puta. Como aquel día, siendo yo universitaria, cuando llevaba un collarín a causa de una terrible contractura. Era domingo. No soportabas que hiciese reposo. Lo peor no fueron tus palabras. Lo peor fue sentir tu mirada mientras apretabas mi cuello con las manos, cuando me tiraste al suelo y quisiste romperme el esternón con la rodilla. Dijiste: “a que te mato”. Yo te supliqué que lo hicieras. Sólo entonces dejaste de apretar. Pero no de gritarme. Hubo más veces como ésa. Pero siempre es más impactante la primera vez.

Soy consciente de que lo tuyo es patológico. Que no lo puedes controlar. Que debiste haber ido a un psiquiatra el primer día. Por eso te perdono todo el daño que me hiciste, pero nada más. Yo sí me he perdonado por no haber sabido luchar contra esto, por no haber sabido enfrentarme a un problema tan grave, por haberme encerrado en mí misma. También he perdonado a quienes pedí ayuda y no me la dieron. Y a la sociedad por no poner fin a esta lacra.  
Ya no pienso en morir, ni en acabar con mi vida. Sólo pienso en disfrutarla de un modo que ni tú, ni ningún maltratador, seréis capaces de disfrutar jamás.