La naturaleza nos recuerda, algunas veces, con su
inquietante imparcialidad, que nosotros, bípedos folloneros, casi siempre
destructivos, arrolladores y egocéntricos, no dejamos de ser una especie más de
las muchas especies que habitan este planeta. La dinámica de la propia Tierra,
aún oscura para las lúcidas mentes que la escudriñan con ánimo de comprender
sus azarosas normas, sacude a los humanos igual que sacude a las plantas, las
rocas, las aves o los gusanos. Quisiéramos pensar, porque reconforta, que en ella
existe un sustrato cognoscitivo fecundo y volitivo, una consciencia con la que
poder interactuar y plantear, en forma primordial, nuestra presencia en el
mundo. Hacia este tipo de ideas se han dirigido innumerables líneas de
pensamiento, como se muestra por ejemplo en la exitosa película “Avatar”. La
idea gusta, atrae, y aunque no tiene sentido alguno, no deja por ello de ser
una metafórica manifestación del existencialismo humano.
Me pregunto si estas metáforas son de alguna utilidad para
los miles de personas que han padecido el golpe de la naturaleza en Haiti. O en
cualquier otra parte del mundo, pues la naturaleza no elige dónde evidenciar su
poder. Diríase que nos ningunea, nos desprecia, nos ignora. En realidad, no
sabe que estamos aquí. No hay un sujeto conocedor. Sí lo tiene el padecimiento,
la observación del sufrimiento que genera. Y somos nosotros. Nosotros portamos
esa evidencia en esta naturaleza a la que pertenecemos: la lástima, la
conmiseración, la solidaridad. Los humanos disponemos de capacidad para
sentirnos unidos por encima de otros intereses. Tanto, que hasta nos pedimos
dinero unos a otros, porque sospechamos que con lo aportado por los gobiernos
no basta.
Y posiblemente no baste, en cuyo caso habría que
preguntarse las razones de ello. Sin embargo, al margen de los movimientos
económicos que las tragedias nos suscitan, la pregunta que a mi parecer resulta
más interesante, no proviene de lo establecido, sino de lo que se establece una
vez que la catástrofe abate a una población, diezmándola. El caos incontrolado.
La violencia ciega. La codicia salvaje. La falta de solidaridad que manifiestan
quienes, habiendo sido sacudidos por las mismas fuerzas naturales que a sus congéneres,
olvidan que unos y otros se necesitan, y se convierten en los peores carroñeros
existentes en esta naturaleza impía e inmisericorde. ¿Solidaridad? Parece que siempre
fluye en una sola de las direcciones.