jueves, 7 de mayo de 2009

El progreso


Un vuelo de Iberia, excesivamente retrasado, ha de devolverme en una hora al Mundo Viejo del que partí hace ya muchos días. Desde este aeropuerto internacional de Santiago de Chile, escribo apurado esta columna mientras reflexiono en la importancia que cobran los viajes para el ciudadano de hoy. También para el de ayer, y para el de mañana, pero centrémonos en nuestro presente.
A usted, lector, acaso le guste también viajar, y ver sitios y lugares. Muchos a eso lo llaman hacer turismo. Y recopilan parajes y ciudades y países del mundo como si se coleccionasen los minutos que se van viviendo. Viajar, a lo mejor, es otra cosa. Acaso descubrir con asombro que, tan iguales como somos los seres humanos, la belleza de nuestras usanzas es siempre distinta. Yo he visto, en este viaje austral, cordilleras imponentes, y volcanes humeantes. He sorteado lagos y hielos, descubierto valles fecundos y aromas de cepas y frutos. Pero lo más importante que he visto, es una sociedad educada y amable que me ha recordado enormemente la sociedad de la que me hablaban mis mayores, cuando me educaban para la vida.
No recuerdo cuándo fue la última vez que, en el metro de Madrid o Barcelona, viese a un joven ceder su asiento a un anciano, a una embarazada, a una mujer cargada con bolsas. Tampoco recuerdo la última vez que transité por una calle poco iluminada, de noche, con sensación de sosiego y sin alarma alguna. Ni siquiera recuerdo cómo era mi vida cuando en ella poblaban las cosas sencillas que me enseñaron a amar. Porque yo ahora solamente recuerdo mal civismo por doquier, temor ante la noche, y una complejidad tecnológica y lujosa que nos vuelve a todos individualistas hasta la náusea.
Yo quería comprobar, una vez más, que nuestros países y regiones septentrionales han sabido conservar su legado social, moral, cultural y ético. Pero cuanto más ahondo en las tierras lejanas de estos países que nosotros creemos menos desarrollados que el nuestro, más vergonzosamente compruebo que vivo envuelto en el ruido de una hedonista incultura.
No puedo cambiar nada, ni lo pretendo siquiera. A mis amigos les he hablado desde estas tierras del Sur, diciéndoles que estaba recorriendo el paraíso. Pero no por sus hermosas estampas, que las hay, y en muy abundante número, sino por la sencillez y educación de unas gentes que han recordado lo que una vez fuimos nosotros, y que tan estúpidamente hemos ido perdiendo en aras de eso que denominamos el progreso.