Un vuelo de Iberia, excesivamente retrasado, ha de
devolverme en una hora al Mundo Viejo del que partí hace ya muchos días. Desde
este aeropuerto internacional de Santiago de Chile, escribo apurado esta
columna mientras reflexiono en la importancia que cobran los viajes para el
ciudadano de hoy. También para el de ayer, y para el de mañana, pero
centrémonos en nuestro presente.
A usted, lector, acaso le guste también viajar, y ver
sitios y lugares. Muchos a eso lo llaman hacer turismo. Y recopilan parajes y
ciudades y países del mundo como si se coleccionasen los minutos que se van
viviendo. Viajar, a lo mejor, es otra cosa. Acaso descubrir con asombro que,
tan iguales como somos los seres humanos, la belleza de nuestras usanzas es
siempre distinta. Yo he visto, en este viaje austral, cordilleras imponentes, y
volcanes humeantes. He sorteado lagos y hielos, descubierto valles fecundos y
aromas de cepas y frutos. Pero lo más importante que he visto, es una sociedad educada
y amable que me ha recordado enormemente la sociedad de la que me hablaban mis
mayores, cuando me educaban para la vida.
No recuerdo cuándo fue la última vez que, en el metro de
Madrid o Barcelona, viese a un joven ceder su asiento a un anciano, a una
embarazada, a una mujer cargada con bolsas. Tampoco recuerdo la última vez que
transité por una calle poco iluminada, de noche, con sensación de sosiego y sin
alarma alguna. Ni siquiera recuerdo cómo era mi vida cuando en ella poblaban las
cosas sencillas que me enseñaron a amar. Porque yo ahora solamente recuerdo mal
civismo por doquier, temor ante la noche, y una complejidad tecnológica y
lujosa que nos vuelve a todos individualistas hasta la náusea.
Yo quería comprobar, una vez más, que nuestros países y
regiones septentrionales han sabido conservar su legado social, moral, cultural
y ético. Pero cuanto más ahondo en las tierras lejanas de estos países que
nosotros creemos menos desarrollados que el nuestro, más vergonzosamente
compruebo que vivo envuelto en el ruido de una hedonista incultura.
No puedo cambiar nada, ni lo pretendo siquiera.
A mis amigos les he hablado desde estas tierras del Sur, diciéndoles que estaba
recorriendo el paraíso. Pero no por sus hermosas estampas, que las hay, y en
muy abundante número, sino por la sencillez y educación de unas gentes que han
recordado lo que una vez fuimos nosotros, y que tan estúpidamente hemos ido
perdiendo en aras de eso que denominamos el progreso.