Voces de muerte sonaron, aunque nadie las pudo escuchar. La
trasladó, ya muerta, en una silla de ruedas, la misma que usase anteriormente su
madre difunta. Y alcanzando el río en una moto, arrojó su cuerpo sin vida al
Guadalquivir. Fue entonces, y sólo entonces, cuando cesaron las voces de
muerte.
Ahora queda, como siempre queda, el desasosiego. Desasosiego
por el asesinato de una chica sevillana de 17 años (qué joven, madre mía), sin
razón alguna, como son los asesinatos, sin otra explicación que haber coincidido
en esta vida con quien nunca debió coincidir. Ella, y tantas otras mujeres. Digámoslo
claramente: cuando se nace mujer, el riesgo de toparse con un depredador
incansable, el maltratador, no es nulo.
Es fútil sentir, como suele sentirse en estos casos,
incomprensión e impotencia. A mí, verdaderamente, lo que me produce es asco.
Asco de ser varón. Una náusea profunda e insoportable. Y el repudio de
compartir género con alimañas tan indeseables. Uno acaba pensando que los
hombres pasamos por la vida matando y golpeando y dañando a las mujeres, con
quienes decimos querer convivir y a quienes decimos sentir adoración. Las
adoramos tanto que impedimos su existencia. Surca por nuestras venas una sangre
teñida continuamente de celos, recelos, suspicacias. Nos apetecen las mujeres
porque son placer de esposa y cariño de madre. Y tanto nos llegan a apetecer,
tanto las deseamos, que, aburridos de bienestar y confort, olvidamos que su
generosidad es la fuente de luz de nuestras vidas. Se trata, obvio es, de un
olvido interesado y animalesco, que convierte a las mujeres en esclavas de
nuestro capricho, lo quieran o no, pues nos sentimos sus dueños, y por eso nos
pertenecen. Decidir sobre su vida y su muerte es nuestro privilegio. Nosotros,
los hombres, fuertes y violentos, somos en verdad unos locos y unos
desatinados, capaces de acabar sin miramientos con la vida de quienes dan vida sin
pedir a cambio nada más que una sonrisa de tanto en cuando, un poco cariño y una
pizca de amor.
Ya sé que esos monstruos son minoría. Que la mayoría
de los hombres no mata, ni ultraja, ni pega, ni humilla ni desprecia. Pero ese
consuelo no me vale, ni a mí ni a tantas mujeres que sufren el imperio de
terror en que se han convertido muchos hogares y muchas relaciones. Y ya siento
decirlo, pero soy pesimista. No hay cura posible para este cáncer. Los hombres
seguiremos matando a las mujeres, presumiblemente tras declararles, por enésima
vez, nuestro amor. Seguiremos regalando flores por San Valentín, escondiendo en
ellas un puñal o una escopeta. Y seguiremos encendiendo sus corazones por decir
te quiero mientras enmudecemos la verdadera
intención de nuestra voz: ni se te ocurra
dejar de quererme.