jueves, 19 de febrero de 2009

Mordiscos de jabalí


Voces de muerte sonaron, aunque nadie las pudo escuchar. La trasladó, ya muerta, en una silla de ruedas, la misma que usase anteriormente su madre difunta. Y alcanzando el río en una moto, arrojó su cuerpo sin vida al Guadalquivir. Fue entonces, y sólo entonces, cuando cesaron las voces de muerte.
Ahora queda, como siempre queda, el desasosiego. Desasosiego por el asesinato de una chica sevillana de 17 años (qué joven, madre mía), sin razón alguna, como son los asesinatos, sin otra explicación que haber coincidido en esta vida con quien nunca debió coincidir. Ella, y tantas otras mujeres. Digámoslo claramente: cuando se nace mujer, el riesgo de toparse con un depredador incansable, el maltratador, no es nulo.
Es fútil sentir, como suele sentirse en estos casos, incomprensión e impotencia. A mí, verdaderamente, lo que me produce es asco. Asco de ser varón. Una náusea profunda e insoportable. Y el repudio de compartir género con alimañas tan indeseables. Uno acaba pensando que los hombres pasamos por la vida matando y golpeando y dañando a las mujeres, con quienes decimos querer convivir y a quienes decimos sentir adoración. Las adoramos tanto que impedimos su existencia. Surca por nuestras venas una sangre teñida continuamente de celos, recelos, suspicacias. Nos apetecen las mujeres porque son placer de esposa y cariño de madre. Y tanto nos llegan a apetecer, tanto las deseamos, que, aburridos de bienestar y confort, olvidamos que su generosidad es la fuente de luz de nuestras vidas. Se trata, obvio es, de un olvido interesado y animalesco, que convierte a las mujeres en esclavas de nuestro capricho, lo quieran o no, pues nos sentimos sus dueños, y por eso nos pertenecen. Decidir sobre su vida y su muerte es nuestro privilegio. Nosotros, los hombres, fuertes y violentos, somos en verdad unos locos y unos desatinados, capaces de acabar sin miramientos con la vida de quienes dan vida sin pedir a cambio nada más que una sonrisa de tanto en cuando, un poco cariño y una pizca de amor.
Ya sé que esos monstruos son minoría. Que la mayoría de los hombres no mata, ni ultraja, ni pega, ni humilla ni desprecia. Pero ese consuelo no me vale, ni a mí ni a tantas mujeres que sufren el imperio de terror en que se han convertido muchos hogares y muchas relaciones. Y ya siento decirlo, pero soy pesimista. No hay cura posible para este cáncer. Los hombres seguiremos matando a las mujeres, presumiblemente tras declararles, por enésima vez, nuestro amor. Seguiremos regalando flores por San Valentín, escondiendo en ellas un puñal o una escopeta. Y seguiremos encendiendo sus corazones por decir te quiero mientras enmudecemos la verdadera intención de nuestra voz: ni se te ocurra dejar de quererme.