Hay un melocotonar en la esquina más umbría de
mi huerta. Hace varios años que nadie cuida de él. Y sin embargo, sus árboles
siguen produciendo la rica fruta que nace en sus ramas. Tengo ganas de recoger
los melocotones blancos del árbol. Aún no están del todo maduros. Pero
despuntan brillantes y lozanos, e incluso han sido un poco picoteados por los
pájaros. No les culpo. Es una fruta refrigerante, muy rica, aporta fibra y
vitaminas, su jugo regula la función renal. Eso dice la enciclopedia. Para mí,
en cambio, lo más interesante de los melocotones de mi huerta, es que saben.
Saben mucho y muy bien. Y tienen un aroma tan intenso que basta uno solo de
ellos, sobre una fuente encima de la mesa, para aromatizar el amplio salón de
la casa de mi madre.
Los sabores, como casi todo lo que merece la
pena en esta vida del siglo XXI, se han ido perdiendo. Los sabores y los
aromas. El bizcocho que preparamos en mi casa, con huevos del corral donde
viven felices unas cuantas gallinas, con leche de vacas que pacen en el campo,
es esponjoso, de intenso color amarillo, y cada mordisco es una delicia llamada
milagro. Usted, acuda al supermercado a comprar uno de esos bizcochos
bonitamente empaquetados, y encontrará que lleva sabores sintéticos debidamente
aprobados por Sanidad. Todo tiene colorantes y saborizantes y edulcorantes
autorizadísimos. Con ellos paliamos la vaciedad gustativa de los productos
industriales. Todo mentira. Los yogures de fresa no han visto las fresas en su
vida. Los batidos, los zumos, todo cuanto piense, arrastra un procesado
industrial que mejor es ignorarlo. Si hasta llaman leche a un líquido blanco
que daría espanto a las vacas… Y no hablemos siquiera de esos snacks imposibles
con inaudito sabor a barbacoa, o las patatas fritas de bolsa con sabor a jamón,
o los pastelitos imposibles como el Tigretón.
Perdimos los sabores y los aromas. Y con ellos,
el sentido de lo natural. No nos conformamos con seguir el ritmo de las
estaciones. Nos apetece melón tanto en febrero como en agosto. Las fresas, en
cualquier momento del año. El pan, con forma de perrito caliente. La carne,
blanca, de un pollo engordado artificialmente y embrutecido con antibióticos. Cínicamente,
nos llamamos sostenibles.
Vaya mierda de
sostenibilidad, oiga. Y perdone que se lo diga así de claro. Si no hemos sabido
sostener lo que la naturaleza nos entrega, fingiendo sus sabores y aromas más
preciados; si hemos inyectado hidrocarburos al campo para que todo fuese mucho
más rápido, y no solamente los coches; si lo único en que pensamos es en la
fugacidad de los placeres inmediatos, a cualquier precio y en cualquier
instante… dígame, amable lector de estío: de qué sostenibilidad estamos
hablando