Ignoro de qué manera pasa usted, amigo lector,
estas jornadas de agosto. Y, créame, me encantaría saberlo. Cuántas veces
siento necesidad de entablar un diálogo directo con usted, que me lee, para
quien yo escribo. Diálogo. Directo. Dialogar, es cierto que ya dialogamos.
Conversamos cada jueves. Usted con sus ideas y opiniones, yo exponiendo las
mías. No importa que sólo una parte del diálogo quede impresa. Bien sabemos,
usted como yo, que la importancia verdadera reside en el momento de la lectura
de usted. Y hacia ese momento quisiera yo abreviar los espacios. Acortar
quisiera el tiempo que transcurre entre mi pensamiento y el suyo. Entre la
ordenación que conformo de las palabras, y la desestructuración que usted acomete
con la lectura. Sería, piénselo bien, como charlar amigablemente en un café.
Podríamos contarnos de qué manera se suceden
estos días de fiestas y ferias, de suficiente holganza vacacional, no importa
que usted, precisamente usted, siga trabajando. Ni se imagina lo que me
placería hablarle de mi hijo y su afición a lanzarle piedras al río. De los
paseos que, juntos, él y yo, nos damos por los sabulosos caminos del pueblo. Y
de cómo se detiene en cada recodo, en cada rincón donde encuentre una piedra
mayor que la anterior, o esa hierba seca pero espigada con la que se imagina
abrir las puertas de un campo que esconde un castillo. Él lucha contra los
tigres malos bajo los robles y las encinas. Y yo, que le veo imaginar y jugar y
divertirse con tan poquito, rememoro los tiempos en que eran mis pasos los que
hollaban esos mismos caminos, los tiempos en que jugaba a anticipar cómo sería
mi vida. Qué necio fui, espantosamente necio, que jamás entonces imaginé a mi
hijo.
Y usted, lector, dialogador mío. ¿Usted qué me
podría contar, ahora que mediamos este mes de agosto? Si no viajó, si
permaneció aquí, acaso esté disfrutando la Aste Nagusia. Acaso quiera
interpretarme cómo presenta su personación en las txarangas, los bertsolaris o
el Zezen-Zuzko. Ya sabe que me gustan esas cosas de la humanidad y el eterno
deje romántico que la fuerza de las ideas saca a las concepciones grandiosas. Y
me gusta esconder los ruidos para escuchar el alma. Quizá sea usted padre o
madre también. Y vea las cosas de distinta manera a como se ven desde afuera.
Fíjese que en la televisión o en la radio siempre se informa del bullicio, las
programaciones, el devenir de las muchedumbres, la diversión ciudadana. Pero
nunca, o muy pocas veces, del hondo sentir de las gentes.
No le entretengo más. Vuelva usted con los
suyos. Páselo muy bien. Baile toda la noche. Disfrute con las tracas y chispas
del toro de fuego. Yo me quedo aquí, en mi retiro charro, caminando junto a los
alegres pasos de mi hijo.