En la casa cuartel de Legutiano vivían catorce
o quince familias, casi todas con niños pequeños. ETA decidió matar no
solamente a los portadores del tricornio. No solamente a los miembros de la
Guardia Civil, azote continuado de los terroristas. ETA decidió matar también a
sus hijos.
Llevan 40 años asesinando. Comenzaron atacando
a una dictadura, para convertirse ellos mismos en dictadores. Ya no hay
caudillo al que combatir. Ya no hay opresión alguna con que justificar los
asesinatos. Lo que hay es una sociedad próspera. Una sociedad que habla el
mismo euskera implícito en las demoníacas siglas de la muerte y el horror. Los
asesinos, en cada bomba, en cada muerte, lo único que consiguen es impedir que
Euskadi sea valorada (subjetivamente) en su justa medida.
Lo políticamente correcto es decir que no. Que
Euskadi no es ETA. Que unos pocos no pueden imponer su desquiciamiento y
dictadura a una sociedad cívica, valiente y libre. Y no lo hacen, cierto. No se
imponen a la libertad del pueblo vasco. Ni a su identidad. Ni a su cultura. Ni
a su historia. Pero Euskadi no es solamente lo que une a las tres provincias
vascas. Euskadi es también lo que los demás, los que no viven en Euskadi,
piensan de ella. Y la realidad (subjetiva, no me canso de repetirlo), lo que ha
permeabilizado en 40 años, es el ensuciamiento atroz de la imagen de Euskadi
por culpa del terrorismo etarra.
Al final, uno se pregunta qué diablos quieren
estos terroristas. Para qué tanta sangre y tanta locura. Quizá ni ellos mismos
lo sepan ya. Y nunca lo sabrán, me temo. Puede que tengan unos cuantos
incondicionales. De esos que, sin matar, ocupan espacios en prensa y en
ayuntamientos. Pero los terroristas son como perros enfurecidos. Probablemente
ni ellos mismos se dan cuenta de la mierda inmensa en que han convertido sus
vidas. Porque las vidas de quienes son asesinados por ellos están cubiertas de
gloria, triste, sí, pero digna y valiente. A sus asesinos, en cambio, que no aportan
nada a Euskadi, que no hacen nada por esta sociedad, les espera solamente el
olvido. Aparte de la cárcel. Qué lamentable es tener una vida que los demás
quieran olvidar. Qué lamentable darle un cerrojazo a todo lo que el desarrollo
personal hubiera conseguido de haber decidido ellos ser personas, y no animales.
A esto conlleva la estupidez de empuñar una pistola o arrojar una bomba.
Y ya vale, que hace mucho tiempo que alcanzamos
el hartazgo. Hartazgo de que todo quede indefectiblemente ensuciado por lo que
digan y hagan (o sea, maten y destruyan) los terroristas. Hartazgo de que, en
cada muerte, y todas son muertes inocentes, la pesada losa del terrorismo
enturbie más y más lo que esta hermosa Euskadi es y siempre ha deseado ser.