Siempre me ha gustado la música. Aprendí como autodidacta y con ese poco me
basta para hacer algunos pinitos. Desde joven he intentado invocar esa
capacidad que tenemos todos: la creatividad. Hacer cosas. Intentar. Probar. Vivir.
En el ámbito que sea. Escribiendo. Componiendo. Dibujando. Filosofando.
Charlando. Sintiendo. La evolución nos ha provisto no solamente de
inteligencia, sino también de curiosidad. Creamos incluso cuando nos
preguntamos cómo es el mundo. Las cosas que pasan fuera y dentro de nosotros suscitan
interrogantes, y nuestro anhelo más profundo suele ser querer responderlos. Así
es como se materializa el compromiso humano consigo mismo. Las preguntas son
más importantes que las respuestas. Algunas veces me dicen si pienso realmente
que la ciencia sea capaz de resolver todos los enigmas, antes o después. Yo
respondo que probablemente sí, pero que ello no implica que sus soluciones sean
las que todos los seres humanos necesitan. Cada cual es libre de optar y
decidir qué explicaciones son las que mejor y más convincentemente le seducen.
Unos las hallarán en la ciencia, otros en la religión, otros en la filosofía, o
en lo onírico… Ni siquiera son del todo excluyentes. Como no lo es la
experiencia de la música, por ejemplo. ¿Acaso no es verdad que cada uno la sentimos
de un modo distinto?.
jueves, 10 de mayo de 2007
Música, maestro
El martes regresé al Kursaal. El programa del concierto de la Orquesta Sinfónica
de Euskadi era lo suficientemente apetecible como para desdeñar un par de
entradas que, por invitación, encontré sobre mi mesa. Como suele ocurrir en
ocasiones tan extraordinarias, las dos horas de música me produjeron tanta
satisfacción como asombro. Siempre me ha atraído la maestría de los músicos, el
virtuosismo de los solistas, el trabajo del director. Y todos estos parabienes
confluyeron en el auditorio del Kursaal para mi mayor goce y placer. El mío y
el de todos los espectadores que participaron de esa magia creadora y universal
que sucede siempre que la música llena los espacios. Me dejó estupefacto el
hecho de que algunos espectadores se levantasen de sus asientos, seguramente
con ánimo de irse a cenar, justo al cierre del último compás. Daba la sensación
de que no tenían otra preocupación que irse, cuando los pasillos aún estaban
desiertos, una vez que el concierto, tal cual se anunciaba en el programa,
había finalizado. Mala costumbre, expresión de indiferencia hacia los músicos, robándoles
el reconocimiento sencillo del aplauso. No había visto anteriormente nada
parecido. Pero no quiero quedarme en ese detalle que, en definitiva, identifica
los usos y costumbres de unos pocos. Prefiero seguir dejando que la música
susurre su inolvidable impronta en mi memoria.
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