Debió ser hace mucho tiempo, yo no lo sé, porque siempre hemos asociado
el amor y los sentimientos al corazón, y no a la mente, ni siquiera al
espíritu, sea éste lo que fuere. Cuando el corazón late armonioso, arrobado por
esa sensación de dicha y felicidad, la vida nos parece inmejorable. Cuando
perdemos uno solo de sus compases, los ojos se llenan de lágrimas y la tristeza
y el abatimiento se apodera de nosotros. Las lágrimas enjugan los ojos para
impedirnos ver la
realidad. Quizá ocurra así para permitirnos reflexionar más
introspectivamente sobre nuestra desdicha, nuestro propio ser, o siquiera lo
que hemos venido a hacer a este mundo. La primera lágrima es capaz de silenciar
el ruido poderoso de la política, los ecos de sociedad y las tribulaciones
deportivas. La segunda lágrima acalla el sonido de nuestros problemas,
enfermedades y miedos. Porque mientras la tercera de las lágrimas va cayendo,
el cielo ya ha adquirido un gris profundo que impide a cualquiera de los rayos
de sol alcanzar la piel que lastimosamente implora.
Muestran las estadísticas, esos números sin corazón, pero con mucha lógica
y análisis, que es en primavera cuando más nos afligen los problemas amorosos. Y
cuando nos deprimimos más. Los seres humanos, durante la época vernal, somos
rutinaria y acostumbradamente incapaces de desasirnos del abrazo frío y
mortecino de la tristeza.
El mundo, en el que hemos vivido siempre, el mismo que otrora
nos deparase alegrías y vivencias, de repente es un territorio inhóspito,
desasosegador, desvalorado y yermo. Algunas incluso se quitan la vida. La evolución nos ha
enseñado a disociar las funciones básicas del cuerpo de nuestro razonamiento y
consciencia. Cuando nos asola la pena, no queremos sino un espacio, un lugar,
un pedazo de tierra donde, tumbados sobre ella, llorar amargamente. (Así lloraba
El Principito, léanlo).
La pérdida del
ser querido, la ausencia o desinterés de un amigo, la ruptura del amante… Sensaciones
todas de vacío y desilusión. Tiene el corazón numerosas esquinas en las que
sufrir. Pero en todas y cada una de ellas existe la posibilidad de volver a
encontrar la luz, y ser felices de nuevo, y crecer por haber superado la tristeza. O al menos
es éste un principio en el que deberíamos creer, aun sin justificación
objetiva. Porque la honda pena del corazón que llora, sólo en la intimidad del
propio silencio puede encontrar alivio.