viernes, 22 de agosto de 2025

España ha ardido

España ha vuelto a arder. Otra vez más. Castilla y León, Extremadura, Galicia... Media península sigue iluminando los telediarios de agosto con llamas que parecen alcanzar los límites del empíreo. Se cuentan hectáreas (esta vez por cientos de miles), se pierden casas, se lloran las vidas de los voluntarios perecidos en la extinción... Cada verano repetimos el mismo guion. Como los estíos se renuevan cíclicamente, en esta ocasión nos ha parecido todo mucho más terrible y opresivo. Pero el fuego, por sí mismo, no es una anomalía. El Mediterráneo convive con él desde hace millones de años; nuestras plantas han evolucionado para resistirlo, rebrotar tras las llamas o incluso depender de ellas para regenerarse. El problema no es que haya incendios, cosa bastante ineludible, por otra parte; el problema es que los gobiernos se obstinan en dejar que los incendios se conviertan en catástrofes. Casi parece una cualidad intrínseca de cualquier gobernante.

Este 2025 nos ha regalado una primavera insólita: lluvias abundantes, campos reverdecidos, ríos recuperados, pantanos colmados de agua... Lo habíamos celebrado como un triunfo frente a la sequía, una de las escasas bonanzas del ubicuo cambio climático, gotas frías al margen (cuyas devastaciones son también evidencia de la escasez de trabajo público de los que mandan). Pero muy pocos se atrevieron a decir en voz alta lo que los técnicos repiten desde hace décadas: tanta vegetación exuberante deviene, durante la canícula estival, combustible barato y abundante. Era previsible, de igual modo a como también era evitable. Se podían haber programado quemas prescritas en primavera, se podía haber contratado pastoreo dirigido, se podía haber sacado biomasa para calderas municipales o para compostaje agrícola. Se podía haber hecho muchas cosas, pero, como suele ser costumbre, no se hizo. Al filo del fin de agosto, las excusas son vuelos de golondrinas entre unos balcones y otros, arrojadas con fuerza para estamparse en la cara del adversario. Eso es algo bastante consuetudinario en el juego político, pero el Estado dispone de recursos humanos (funcionarios) y materiales para poder adoptar decisiones al margen del color del presidente de turno: casi me atrevería a decir que la falta de presupuestos de la nación es una de las causas de tanta dejación, pero de momento no apunto más arriba. 

Hay varias caras en esto del fuego. Los que provenimos de terruños agropecuarios lo sabemos muy bien. Se sueltan mucho las campanas con la causa "provocada" de los incendios forestales, y se celebra en la prensa la detención de quienes han sido identificados como causantes de los mismos. Pero no se trata de pirómanos, sino de pobres diablos que, como en tantas ocasiones, pecan de exceso de confianza (o simplemente de altanería y soberbia) y se niegan a dejar las quemas de rastrojos para más adelante, en la estación húmeda (en verano, la maleza es muy fácil de eliminar, porque todo está seco: también los matorrales de los montes cercanos). La cara del fuego a la que yo me refiero no es otra que el abandono rural, o la España menguante, que me gusta decir a mí. La agricultura y la ganadería extensiva retroceden y con ellas está desapareciendo (si es que no ha desaparecido ya) un sistema ancestral de prevención. Donde había cabras y ovejas, hoy solo hay matorral; donde había huertas y bancales cuidados, hoy tan solo se distingue maleza.

La política llora lágrimas de cocodrilo por esa España que se ha ido vaciando, pero tampoco crea incentivos para que el campesino se quede. Y es una cuestión en la que, a lo mejor, habría que ser muy creativos, porque la agricultura es un trabajo que no gusta, y las infraestructuras asociadas a este sector primario suelen dar auténtica pena. Las consejerías no pagan (o pagan muy poco) por los servicios ecosistémicos que limpian los montes, tampoco contrata pastoreo dirigido a urbanizaciones en interfaz forestal, ni reconoce que un rebaño en el monte es un cortafuegos con patas. Alentados por esa panda de ideólogos idiotizados llamados "los ecologistas" (¿o ahora se denominan "los bio"?), se les llena la boca de discursos sobre el desarrollo rural, pero en la práctica se trata de un concepto en el que no creen. De ahí que se permita que el mosaico agroforestal esté desapareciendo y se transforme en una alfombra continua de vegetación lista para arder.

La paradoja española es que gastamos millones en apagar incendios, y migajas en prevenirlos. El sonido del helicóptero o del hidroavión cargado de agua da réditos electorales, pero un plan quinquenal de selvicultura, no. ¿Quinquenal, dice? Eso no publica fotos. Tal es el motivo por el que el presupuesto se oriente hacia la épica de la extinción y muy rara vez hacia la discreción de la prevención. Pero la matemática es sencilla: cada euro gastado en prevención ahorra siete en extinción. Y sin embargo seguimos destinando el 80% a apagar y el 20% a prevenir. Nuevamente, lo invisible no da votos. Se trata de un sistema de prevención, por lo demás, bastante precario: por lo común, brigadas contratadas solo en campaña, sin estabilidad, sin continuidad en sus trabajos. Muchas de las ventanas de quema prescrita se pierden, así, por miedo a responsabilidades penales, cuando resulta que es la herramienta más barata y eficaz para reducir combustible en el monte. Y a todo ello unimos la endémica fragmentación institucional, resuelta en diecisiete comunidades con idénticas competencias, pero con planes que no casan entre sí; con cartografías diferentes y ventanillas que no hablan entre ellas. Hace unos días, ese elemento nefasto llamado García Page, famoso por soltar tímidamente algún que otro reproche al indocto, alardeaba de que había autorizado a que sus servicios forestales se desplazaran a Cáceres para ayudar en la lucha contra el fuego. Sus servicios. Page, el dios, el emperador, el magnánimo. Sigue faltando un mando único en prevención y un plan nacional que diga: aquí se limpia, aquí se quema, aquí se pastorea y aquí no se construye. En lugar de eso, desde el palacio de Lanzarote, que es de todos, pero solo disfruta el indocto y sus amigotes, se lanza un "pacto de estado" contra el cambio climático. ¿Para qué resolver lo menudo y mundano si uno ha sido llamado a liderar misiones que son pura trascendencia y epistemología? Este es el nivel que media España aplaude (y la otra media berrea). 

Tras el incendio, se da paso al ritual: declaraciones de zona catastrófica, promesas de ayudas, y muy pronto veremos fotos de los de siempre plantando árboles. No necesita el monte tanta reforestación (necesita la adecuada), pero sí una diagnosis que, desde la desaparición de los peritos agrícolas y forestales, ya nadie efectúa: erosión, bancos de semillas, regeneración natural, especies invasoras. Plantar por plantar es propaganda . Recuperar la funcionalidad del ecosistema y evitar que el próximo incendio sea peor, es un proyecto concreto. De todos modos, no lo veremos llevar a cabo, ni siquiera mínimamente. Los planes de paisaje resistentes al fuego deberían contar objetivos por cuenca y comarca, y ya ven ustedes cómo se encuentran; los pagos por pastoreo y contratos estables de ganadería extensiva para limpiar monte, jamás se van a rubricar; los protocolos de quemas prescritas seguras y masivas, con cobertura legal, tendrían que imponerse (y hacérselo entrar en la mollera de los miles de agricultores testarudos -que analfabetos ya no hay-); cuadrillas de monte todo el año, no solo los tres meses de verano y uno de primavera; la cartografía dinámica del combustible vegetal y realización de simulacros reales en zonas de riesgo, cosa de la que se podría encargar el IGN, por ejemplo, tampoco parece que vaya a realizarse... Y, sin embargo, todo lo anterior es práctica común en países como Australia, donde la lucha contra el fuego es parte del ADN del habitante. Aquí sabemos en qué consiste, sabemos incluso escribir los planes pertinentes y exponerlos en conferencias, pero el resultado jamás llega al territorio que se prende.

El fuego seguirá existiendo; lo que no es inevitable es que cada verano se convierta en tragedia nacional. Pero, para ello, depende de gobiernos (y oposiciones) que no prefieran apagar incendios y sí encender las excusas.

viernes, 15 de agosto de 2025

Repliegue ante el medievo

Saben mis caros lectores que viví varios años en países árabes. Posteriormente, he desarrollado proyectos profesionales en Oriente Próximo y, como consecuencia casi lógica de todo ello, conservo amistades musulmanas entrañables. Todos esos años me enseñaron que en el mundo islámico conviven dos realidades opuestas: una ética comunitaria cálida y solidaria, y un sistema doctrinal que, en la inmensa mayoría de los casos, se traduce en marcos legales y sociales que restringen la libertad individual con la total obediencia de sus fieles. Esto que digo no es una crítica a las personas, sino a una estructura de poder que convierte la sumisión a Dios en obediencia a hombres que se erigen en sus intérpretes. Sin embargo, no siempre fue así. Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ciudades como Estambul, El Cairo, Beirut, Túnez o Teherán eran centros de intenso debate intelectual. Allí se discutía cómo modernizar la educación, cómo redefinir el estatus de la mujer, cómo reconciliar la fe con la razón. Reformistas como Muhammad Abduh defendían el esfuerzo interpretativo —el iŷtihād— frente al seguimiento ciego, mientras otros como Qāsim Amīn abogaba por la educación femenina y la reforma del estatuto personal. Incluso pensadores como Alī ‘Abd al‑Rāziq se atrevían a cuestionar la obligación religiosa del califato, abriendo la puerta a la separación entre religión y política. En aquellos años, varios estados ensayaban reformas legales profundas: Turquía adoptaba una laicidad tajante y Túnez abolía la poligamia.

Todo ese impulso reformador e intelectualmente beneficioso se truncó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político cambió. La descolonización dejó en pie regímenes autoritarios que usaron la religión para legitimar su poder. A partir de los años setenta, la riqueza petrolera de los estados más conservadores financió la exportación global de una interpretación rígida del islam, eclipsando las corrientes reformistas locales. La Guerra Fría convirtió a Afganistán en un campo de batalla que, a su término, devolvió militantes religiosos formados en la guerra a sus países de origen. Y golpes simbólicos, como la Revolución iraní, reforzaron la idea de que el fracaso de los proyectos laicos debía remediarse con un "retorno a las raíces". El resultado fue un estrechamiento del espacio para la interpretación libre. El ideal ético-jurídico de la sharía se convirtió en código cerrado. La noción de que el iŷtihād estaba "cerrado" legitimó la obediencia ciega. En muchos países, las leyes de estatuto personal consolidaron desigualdades de género; las leyes de blasfemia y apostasía criminalizaron el disenso; y el monopolio del clero sobre el significado convirtió debates teológicos en doctrina de Estado. Este patrón no se limita a los países de mayoría musulmana. En Europa, aunque existen procesos de integración exitosos y de secularización, también surgen enclaves donde predominan normas comunitarias que, en la práctica, funcionan como un orden paralelo. Esto se advierte principalmente en los barrios con mayoría musulmana. En algunos de ellos, el arbitraje religioso se impone en asuntos familiares; la segregación residencial y educativa reduce el contacto con el resto de la sociedad; y una economía moral comunitaria presiona a los individuos para que se ajusten a códigos de honor y vestimenta. No se trata de demonizar a comunidades enteras, sino de reconocer que estas dinámicas pueden limitar los derechos individuales, especialmente de mujeres y jóvenes, dentro de la propia comunidad.

Frente a este panorama, la respuesta no puede ser ni el paternalismo ni la ingenuidad. Y mucho me temo que ambos se dan por igual en los tiempos actuales. Por ese motivo conviene no olvidar los principios: la ley civil debe ser la misma para todos, sin foros paralelos coercitivos. La libertad de conciencia debe incluir la libertad de salida de la religión (y del consiguiente ateísmo). La escuela común, el aprendizaje de la lengua y la interacción cívica son herramientas contra el aislamiento. Y la financiación de lugares de culto y material religioso debe ser transparente, para evitar que el literalismo importado desplace las interpretaciones locales más abiertas. Me refiero a las mezquitas donde se engendra el fundamentalismo, sí. Pero hay un aspecto que merece la mayor de las atenciones: en gran parte del mundo musulmán, incluso entre las élites más instruidas y cosmopolitas, rara vez se produce un rechazo abierto de la teología y la moral religiosa medieval, algo que sí ha ocurrido en otras confesiones. Las razones son múltiples. Por un lado, la fe está profundamente entrelazada con la identidad cultural y nacional; cuestionarla puede percibirse como una traición a la comunidad. Por otro, la presión social es intensa: disentir públicamente implica arriesgar reputación, posición profesional e incluso seguridad personal. Además, el sistema educativo en muchos países musulmanes, incluso a nivel universitario, evita el debate crítico sobre religión, reproduciendo una visión sacralizada de la historia y de la moral. El resultado es que, aun cuando exista pensamiento crítico en lo privado, este rara vez se traduce en movimientos visibles de secularización o reforma profunda. La pregunta subsiguiente es por qué ese clima rupturista con visiones ideológicas (religiosas) medievales no se produce en mayor cantidad en los estados de Europa. Como casi en todo, la religión, la fe, necesita tiempo para que se disuelva del sentimiento humano. En España tardó más de cincuenta años en producirse y, todavía hoy en día, no son pocos los lugares de culto donde las gentes participan de liturgias y rituales obsoletos sin pretender preguntarse una sola vez "por qué". En alguna parte he dejado escrito que el mayor poder de las jerarquías religiosas, cristianas o musulmanas, se preserva apartando a los fieles de los significados teológicos de aquello en que creen. Una masa creyente capaz de adorar como verdaderas las ideas sencillas y conceptos maniqueos que creen los niños a pies juntillas, no es una masa sabia. Es un masa sectarizada.

La reciente polémica en Jumilla es un ejemplo, a escala local, de cómo la confrontación entre principios cívicos y normas comunitarias puede desatar tensiones desproporcionadas. Allí, el simple cuestionamiento público de prácticas culturales (ciertamente aberrantes) asociadas al islam ha derivado en un debate encendido que rápidamente se desplaza de lo concreto a lo identitario. La reacción ilustra un patrón recurrente: la crítica a una costumbre específica se percibe como un ataque a toda la comunidad y, a partir de esa premisa, todo lo restante, por importante que sea, parece baladí. La fiesta del cordero que los musulmanes pretendían llevar a cabo en un polideportivo es una práctica que en ningún caso debería ser permitida (so pena de que las autoridades comiencen a permitir también las matanzas del cerdo en lugares públicos, lo cual no parece ser el caso). La pueden hacer en sus casas o en sus templos, que son los lugares privados donde la ley civil, en principio, no entra a juzgar. Por descontado, los vocingleros de izquierdas (y de derechas, y no pocos obispos) han tachado la resolución administrativa de xenofobia y contraria a la libertad religiosa. Qué otra cosa podían decir: el asunto no tiene por dónde cogerse. Equiparar ese ritual medieval, más espectáculo propio de un matadero que de una liturgia, con corderos degollados y sangre por doquier, con el derecho de un ciudadano a adorar a un dios inexistente (y bastante torpe, como torpes eran las mentes que lo crearon), es alcanzar un punto de decadencia donde cada chorrada proveniente de una línea histórica diferente a la nuestra, parece ser objeto de vanagloria.

En el fondo, uno de los temas en juego es la incapacidad del Islam (o mejor dicho, su obstinada persispencia) de asumir que sus anacrónicas normas religiosas no pueden ser leyes civiles ni democráticas. Que se lo digan a los sufridores ciudadanos europeos de las crecientes comunidades musulmanas de Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, o Reino Unido, donde la sustitución total de la ley común por la sharía es un desafío que apenas acaba de asomar sus garras. Nos preciamos de ser estados liberales y tolerantes, pero somos incapaces de retroactivar las herramientas indispensables para impedir ser convertidos en los estados teocráticos e intolerantes de los que provienen quienes emigran a esta parte del mundo. Dirá usted que la migración sudamericana, plagada de un catolicismo pueril, repleta de diositos y jesús me ama y cánticos de iglesia post-conciliares (la cosa más grotesca del catolicismo actual), es un fenómeno similar. Pero no lo es.  Y si es usted de izquierdas, se indignará con mis palabras (cosa que realmente quiero que suceda), aunque no por ello dejará de justificar sus ataques continuados a ideologías distintas u opuestas, aplaudiendo los escraches y las imposiciones intimidatorias estilo podemita en cualquier universidad. Lo que usted jamás hará será atreverse a decirle lo mismo al Islam y defender que, por ejemplo, el famoso velo no es otra cosa que una vejación inmisericorde para las mujeres proveniente del siglo VII, que a punto estuvo de ser revocado en las -entonces- sociedades islámicas intelectualmente potentes, mucho antes de que esta escoria religiosa llegara a imponerse en aras de su maldito Alá. Atrévase usted y luego discutimos usted y yo.  

Si hace un siglo era pensable un islam compatible con la libertad personal, hoy en día, el Islam parece un baluarte repleto de creyentes bondadosos, entremezclados con hombres de las cavernas que, para mayor afrenta, son quienes interpretan los escritos de su profeta y dictan el comportamiento de unos (los bondadosos) y otros (los australopitecos que gozan de matar e imponer con bombas y tiros la reputación de su fe). La humanidad sigue entregando a los peores intérpretes humanos la potestad de hablar en nombre de un Dios inexistente que, además, impone una ley anacrónica y extermporánea. Los musulmanes tal vez no estén preparados para afrontar un debate que dejaron sucumbir hace un siglo. Lo peor es que, los restantes, tampoco lo estamos.


viernes, 8 de agosto de 2025

El estío del olvido

Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche. 

En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido. 

Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras,  sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.

Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo. 

En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas. 

Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.

viernes, 1 de agosto de 2025

La guerra de la propaganda

Desde Tucídides hasta nuestros días, los conflictos humanos se repiten bajo diferentes formas con variables perfectamente reconocibles: la instrumentalización del sufrimiento, la manipulación de la verdad y la transformación de las guerras físicas en guerras discursivas. El conflicto actual entre Hamás e Israel no es ajeno a estas lógicas, y se inscribe en una historiología cíclica, donde la propaganda se convierte en arma de guerra tan decisiva como la espada o el misil. A lo largo del siglo XX, el sufrimiento humano ha sido capturado y utilizado con fines estratégicos. Durante el genocidio armenio (1915), las imágenes de niños famélicos circularon por Europa y América para obtener apoyo diplomático. Lo mismo ocurrió en la Guerra Civil Española, donde la célebre foto del “niño muerto en Guernica” —real o no— se convirtió en emblema de la barbarie fascista. Hoy, en Gaza, las imágenes de la desnutrición infantil cumplen esa misma función, independientemente de su autenticidad o contexto.

La propaganda humanitaria —que explota emociones primarias como la compasión y el horror— es un fenómeno moderno que se agudizó con el desarrollo de los medios de masas. Ya en la Primera Guerra Mundial, la imagen del “soldado alemán atravesando a un bebé con su bayoneta” circuló por los periódicos británicos, aunque luego se demostró falsa. La falsedad nunca impidió su eficacia. Otra constante histórica es el uso de la propia población como escudo, símbolo y justificación de la lucha. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis declararon Berlín una “ciudad fortaleza” y enviaron a adolescentes del Volkssturm a morir por una causa perdida, esperando que el martirio alemán movilizara compasión internacional. Algo parecido ocurrió en la guerra de Vietnam, donde el Viet Cong sabía que los bombardeos estadounidenses sobre zonas civiles alimentarían la indignación mundial. Hamás sigue esta lógica: convierte el martirio infantil en arma diplomática, contando con que cada imagen de destrucción erosione la legitimidad israelí. La historiología enseña que el sufrimiento civil puede convertirse en moneda de cambio para las organizaciones que no pueden ganar en el campo militar, pero que pueden vencer en el campo moral.

La incapacidad de la ONU para intervenir de forma eficaz en Gaza se inscribe en una larga serie de fracasos institucionales. La Sociedad de Naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial, no pudo evitar la invasión japonesa de Manchuria (1931), la ocupación italiana de Etiopía (1935) ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las buenas intenciones diplomáticas chocaron una y otra vez con la realpolitik. El fenómeno actual tiene raíces similares: la ONU financia programas en Gaza sin controlar cómo se usan los fondos, repitiendo el error de la Sociedad de Naciones, que en los años 30 fue incapaz de impedir que los tratados se convirtieran en papel mojado. La historia muestra que las instituciones multilaterales son especialmente débiles cuando se enfrentan a actores no estatales radicalizados, como lo fueron los piratas berberiscos en el siglo XVIII o los grupos revolucionarios panárabes del siglo XX.

Las guerras de propaganda se apoyan frecuentemente en la construcción de una identidad victimista. Los serbios durante la guerra de los Balcanes apelaron a su martirio histórico desde la batalla de Kosovo (1389). Los irlandeses nacionalistas construyeron su narrativa sobre las hambrunas del siglo XIX y las represiones británicas. Hamás y la causa palestina se inscriben en este patrón. La identidad como pueblo sufriente, expoliado y perseguido, se convierte en argumento de legitimación. Lo paradójico es que esta estrategia es compartida por los israelíes, cuya identidad nacional moderna se forjó al calor del Holocausto. El conflicto se vuelve entonces un duelo de memorias históricas, donde ambos bandos reclaman el estatus de víctima fundacional. La educación para la guerra no es exclusiva de Oriente Medio. En la Alemania nazi, los niños eran adoctrinados desde la Juventud Hitleriana para morir por la patria. En la Camboya de los Jemeres Rojos, los más jóvenes eran los más fanatizados. En todos estos casos, el futuro de los niños no era la paz, sino el sacrificio ritual por una causa. Hoy, los sistemas educativos de ciertos territorios palestinos están diseñados no para preparar ciudadanos libres, sino mártires. La historia enseña que un pueblo educado en el odio perpetúa los conflictos, como ocurrió entre hutus y tutsis en Ruanda, donde los manuales escolares fueron herramientas del genocidio.

La propuesta de reasentar poblaciones para evitar conflictos tiene un historial complejo. Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Polonia y Checoslovaquia. En 1947, India y Pakistán intercambiaron millones de personas en un proceso traumático. La partición de Palestina (1947) fue otro intento fallido. La idea de reasentar a los palestinos en otros territorios, como se sugirió durante los acuerdos de Oslo, fracasó por razones similares: la identidad nacional no es transferible como mercancía. La historia muestra que el vínculo emocional con la tierra, aunque conflictivo, es central en los nacionalismos modernos. Intentar exportar la solución, como sugiere la ironía de trasladar Palestina a Europa, no haría más que trasladar el conflicto.

La historia de Gaza es, en realidad, una historia de repeticiones. La guerra como espectáculo, la propaganda como arma, el niño muerto como emblema, la impotencia de las instituciones y la persistencia del odio como motor político. Todo esto ha ocurrido antes.