Aterricé en Chennai en la mañana de un domingo, tras haber volado toda la tarde española del sábado y haberle robado horas al día porque el planeta gira hacia el este. Lo primero que se siente, al descender del avión, es el aire espeso, muy espeso y muy cálido, saturado de humedad y de cansancio. Alguien dijo que, junto al golfo de Bengala, la atmósfera envuelve el cuerpo como un abrazo incómodo, pero a mí me parece una imagen muy poco positiva y distante de la realidad. El aire envuelve el cuerpo y lo hace sufrir con su calor y su densidad agobiante, pero permitiendo al individuo sentirse libre, manumitido, sin cadenas ni cerrojos que lo esclavicen a nada.
El ruido en la india es constante porque todos los vehículos acostumbran a desplazarse advirtiéndose unos a otros con toques breves y continuos del claxon. No hay tregua para las bocinas de los coches o de las motos, o de los carricoches que tanto tiempo ha desparecieron de la faz de nuestras europeas ciudades. Es lógico que así sea. Si en nuestros países modernos, ordenados, obedientes, dos carriles por sentido en una carretera permite a dos vehículos circular en esa misma dirección, en la India los mismos dos carriles son colmados de tres, cuatro, cinco vehículos al mismo tiempo, porque allí nadie toma las señales horizontales en cuenta, y ni siquiera se respeta la regla elemental de circular por la derecha (sí, son británicos en ese sentido). Los cruces se suceden en cualquier punto donde se puedan efectuar, porque no hay señales ni semáforos que reglen el paso y pongan un poco de orden. Es un caos tan aberrante, y al mismo tiempo fascinante, que sorprende no contemplar ni un solo choque o accidente en ninguno de los arriesgados trayectos que allí se realizan.
Y no solo impresiona la vertiginosidad del ruido audible del incesante tráfico caótico. La vista contempla, igualmente, a ambos lados del vehículo, una continuada concatenación de imágenes cuya adjetivación más precisa es la de, justamente, ser ruido. Ruido de calles sucias, pedregosas y terreras, mal asfaltadas y llenas de hoyos profundos. Es un mundo sin aceras, donde lo mismo estacionan motos, que tractores, que vacas o perros (están por todas partes), y nadie concede importancia a entorpecer la marcha de los vehículos y camiones. Además, hay basura y suciedad por todas partes. Si preguntas a sus gentes, responden que los alisios y monzones impiden almacenar en contenedores las basuras, pero lo cierto es que yo no vi un solo camión recogiendo detritos, residuos, desperdicios, desechos, restos, sobras o despojos en parte alguna. De igual manera, está todo lleno de escombros. Es la visión del infierno en que las personas despojan al paisaje de su limpieza natural y su belleza, y se acostumbran a la destrucción que causan. ¿Realmente alguien puede pensar que allí preocupa el medio ambiente y las emisiones? No me hagan reír.
India eligió un camino distinto al de su vecina, igualmente masificada, China. Pero mientras ésta se transformó durante los últimos veinticinco años en una potencia industrial, India se aferró a sus tradiciones, a su burocracia, a su espiritualidad. Nehru soñó con una nación autosuficiente, cerrada al mundo, y ese sueño aún pesa. Pesa muchísimo. Los aranceles que ahogan las importaciones son muros invisibles que frenan el progreso. La infraestructura, precaria y fatigada, no acompaña ni al talento de sus ingenieros, ni la ambición de sus jóvenes. Y, sin embargo, hay señales de cambio. En los centros de datos que empiezan a surgir, en los proyectos que se gestan en silencio, en la energía de una generación que quiere más, se observa con claridad que la India, tan vasta en recursos humanos, dispone de la inteligencia y la voluntad para abrirse, modernizarse, construir sobre lo que ya tiene sin destruir lo que la hace única. Pero, de momento, yo no he visto esas ganas materializarse en una queja unánime por parte de sus habitantes. Viven tan dóciles a los sintagmas religiosos, tan sometidos a todo tipo de rituales dogmáticos, que uno se explica con facilidad cómo pueden reajustar sus criterios internos nada más aterrizar de cualquier país donde la calidad de vida sí sea paradigmática.
Me fui de India con más preguntas que respuestas, con el alma revuelta y la mente despierta. Dicen que hay países que no se pueden entender, porque solo pueden sentirse. India, sin duda, es uno de ellos. Si me permiten ser poético, caros lectores India es una herida abierta que no deja de sangrar, una promesa que jamás se verá cumplida, un poema carente de ritmo y de rima. No es un país cuya visita yo pueda recomendar a nadie.