viernes, 3 de noviembre de 2023

Memento mori

Otoño. Otoño machadiano, lloviendo tras los cristales. Sobre los chopos deshojados, sobre los tejados pardos y los campos, también llueve. No solo lagrimea el cielo porque sea otoño. A mitad de camino hacia el invierno, y siempre en otoño, nos obligamos a tornar la mirada por no encontrarnos con la muerte. Triste recuerdo de triste apariencia, tras las tapias sombrías de los camposantos, donde llueve sobre tierra removida y con el tiempo aposentada. Depositamos flores, tal vez, y nos acordamos de los nuestros. “Los nuestros”, que ya no están y jamás volverán a estarlo. No hay ritual más sincero, no hay plasticidad más verdadera que la otorgada a la muerte. Diríase que cimenta el sentido litúrgico de todo aquello que hemos asociado a los dioses. 

Si el otoño arrastra el ceremonial de la muerte, por qué en otoño hemos venido apartando los ojos del recuerdo del polvo al que volveremos. Lo sé. Mundo de entretenimientos que, como cualquier iconoclastia, pretende demoler lo que con tanto esfuerzo ha sido construido, simplemente porque no queda quien sepa hacerlo mejor. Por ese motivo necesito protestar otra vez, con insistencia, aunque a usted, caro lector, le disguste. Hoy, y me lo han pedido, no voy a escribir de las amnistías, de los falsos doctores, ni de las aburridas princesitas de los cuentos dogmáticos. Hoy necesito entregarme al dolor que ningún ramo de flores podrá desalojar jamás de mi corazón, preciso devolver a mi existencia la firme convicción de su final. Porque todos decimos, en un momento u otro, que es así, que ha de pasar, que es forzoso el cumplimiento con tan íntimo y definitivo trance. Pero es falso, es mentira: nuestra indiscutible ilusión es vivir como inmortales. Cuando se espera vivir para siempre, continuamente quedan cosas nuevas por hacer, enigmas impenetrables que descubrir, surgencias que ordenar. Todo por permanecer unidos a esta tierra ingrata que se ríe de nuestros delirios de eternidad.

Inventamos, hace miles de años, la idea de la vida eterna, pero es mucho más rica y pura la idea del alma, de la consciencia, del revolotear por la vida mientras ésta perdure. Porque, conforme avance el reloj y se cansen los latidos cardiáceos de golpetear contra las paredes del corazón, iremos descubriendo que los nuestros, quienes una vez nos fueron dados, finalmente nos fueron arrebatados, lo mismo que nosotros dentro de no tanto tiempo. Ya pueden colmar los prados del Elíseo de dioses, huríes o ángeles celestiales. Ya podemos atiborrar las calles con juegos para la infancia, donde la muerte nunca existe, y volcarnos nosotros, los adultos, adustos o austeros, eso da igual, en jugar con el nombre de los muertos, desproveyéndolos de su severo destino para hacerlos bailar y sonreír y disfrazarse y decir bobadas, resucitarlos incluso o convertirlos en mezquinos monigotes de feria. A ellos les da lo mismo porque los muertos no existen, no tienen existencia presente o futura, y el pasado solo es nuestro y quema, arde, entristece, porque es el tiempo en que no hubo ausencias. 

Memento mori... De la solemne ritualidad litúrgica, tan plagada de silencio y lágrimas, a la chabacana desconsideración moderna, no hubo tanto espacio ni tanto tiempo. Sólo el justo para dejar de ser pobres y dignos y erigirnos en amos inmortales del universo. Prefiero la pobreza a este espectáculo horrendo que quiere esquilmar mi dolor irresoluble con su ruido vacío, sus risas mendaces, su diversión ridícula, que todo vale con tal de ser mediocres.