viernes, 10 de noviembre de 2023

A la turca

Una de las obras más estimables del barroco francés es la "Marcha para la ceremonia de los turcos", pieza que compuso Jean Baptiste Lully (nacido en Florencia como Gian Battista Lully) para la obra de Moliére "El burgués gentilhombre", un individuo rico, pero ignorante, que se encuentra desesperado por ser reconocido socialmente y a quien un criado, pretendiente de su hija, haciéndose pasar por mensajero del Gran Soberano Turco, le invita a presenciar el paripé de su propio nombramiento como Mamamouchi (gran distinción inventada por el criado). Convertido en príncipe turco, nada le impedirá desposar a la hija del pobre burgués, que verá frustradas sus ansias de reconocimiento. La obra aborda el tema de las turquerías, en relación al imperio otomano o imperio turco (como era conocido) del Asia Menor, que en el siglo XVII seguía siendo motivo de preocupación para muchos países europeos. Siglos más tarde, la Gran Guerra arrasaría con los últimos latidos del imperio otomano, reconvirtiéndose en una república. 

Turquía es un país muy controvertido para todos nosotros, tristes europeos con cada vez menos cultura histórica y menos memoria, pero no son las ínfulas de Erdogan, sino las lamentaciones del pueblo turco, las que deberían hacernos reflexionar. Escribo esta columna desde Esmirna, en el extremo occidental de la Anatolia, una impresionante ciudad que alberga el segundo puerto en importancia del país, por detrás de Estambul, y posiblemente la más "europea" de todas las urbes turcas. La gente es amable y el clima muy bonancible. Atrae a muchos turistas, tal vez por situarse en el mar Egeo, pero carece del esplendor de las islas griegas: el eterno vecino, con quien el país tantos conflictos ha desencadenado, le gana la partida con holgura.

Si uno lee las crónicas políticas en la prensa, o en los medios, diríase que Turquía es la mayor amenaza económica para una Europa demasiado vieja, demasiado bonita, y demasiado cínica. Pero si uno lee los ojos de los habitantes que aquí moran, se descubre una realidad muy diferente. Viven sometidos a una inflación galopante, de la que el gobierno de Erdogan no facilita las cifras reales, pero que se alza hasta el 450% en muchos productos y servicios (olvídense del 60% oficial). Este hermoso y austero país (lo es en muchas de sus regiones) lleva camino de convertirse en la nueva Argentina de Oriente Próximo. Suscita una lástima inmensa escuchar a la gente decir que, en los supermercados, hasta los alimentos más básicos cambia de precio entre la apertura de las puertas y su posterior cierre. Los sueldos son bajos, las infraestructuras precisan aún de mucho desarrollo, aunque son notables los esfuerzos invertidos, pero hay un sentimiento de hermandad y camaradería que, como en todas las sociedades que aún no han alcanzado el hiper desarrollismo europeo, hacen de la vida un lugar más grato, más humano.  

Aunque las cifras oficiales afirman que el 99% de la gente profesa la religión musulmana, la población de origen armenio no es menor, y son cristianos. Al menos en la mesa que compartí en Esmirna, junto al mar, solo uno de los ocupantes era musulmán y bebía alcohol y comía cerdo. Al final da gusto comprobar que las decisiones que los hombres toman en nombre de un dios (cualquier dios) para que todos los restantes hombres las sigan y cumplan, no son decisiones divinas por los siglos de los siglos. Claro que los turcos no son árabes, y ya sabemos cómo se las gastan los árabes con estas cosas.