viernes, 5 de septiembre de 2014

Seguridad planetaria

Los godos saquearon el Imperio Romano tanto de oriente como de occidente. La debacle imperial comenzó en el momento en que Roma decide externalizar en ellos la defensa y seguridad de sus fronteras. Los godos, perseguidos por los hunos, comenzaron así defendiendo al Imperio de vándalos, de hunos, de revueltas… para finalmente acabar destruyéndolo. Roma se barbarizó desde dentro. 

La historia de Alarico y Honorio continúa vigente. El 11-S convirtió en asaltador del nuevo imperio a quien no tantos años antes se había identificado como luchador por la libertad en Afganistán. Algo así ha sucedido con los islamistas del IS en Siria e Irak. Estados Unidos primero bombardea una ciudad, una región, un país, protege al islamista que considera aliado, y luego descubre con estupor que ha de volver a bombardear esa misma ciudad, región, país, porque había dejado su protección en manos desalmadas manos por no poder mantenerla. Barack Obama protesta desde la Casa Blanca y reinicia los bombardeos en Irak mientras sigue tratando de negociar un régimen de bombardeos con el régimen sirio, contra quien había armado previamente a los ahora repugnantes terroristas decapitadores. 

Teorías hay muchas, todas variopintas y convergentes. Desde las que hablan de la defensa de la industria armamentista y los contratistas privados de seguridad, a las más recientes sobre el control de las rutas del gas. El punto focal es, en uno u otro caso, siempre el mismo: monetario e ideológico. El panorama, en cambio, diverge hacia un escenario que parece repetirse con idéntica pauta: la generación, primero, de inseguridad, para que nazca, acto seguido, el pérfido terrorista cortacabezas y de él se derive, como colofón, una sensación planetaria de peligro. Ahí están las absurdas normas de seguridad del tránsito aeroportuario o las múltiples y obsesivas vigilancias estatales para demostrarlo. Y mientras todo esto ocurre, mientras las televisiones de medio mundo programan la escenificación de ajusticiamientos y decapitaciones (completamente hollywoodiense, dignas del mejor director para la más abundante audiencia), los señores de la guerra y los señores del poder continúan pergeñando cuál será el protocolo de seguridad que, sin cortar la cabeza del dragón, permita la coexistencia de ambas realidades igualmente bárbaras e igualmente innecesarias.

Para Baudelaire, Satanás negaba siempre su existencia. Para los que no llegamos a ser poetas, lo que acaso no debió existir nunca es el infierno que protege.