viernes, 12 de septiembre de 2014

La muerte de un banquero

No sé quién era Emilio Botín. Conocía al banquero, al igual que ustedes. Por la prensa. Por las notas informativas. Por Wikipedia. Jamás me lo encontré en Santander o en Madrid por la calle. He aprendido más de él en los últimos dos días que en el resto de mi vida. En realidad, el banquero de la corbata roja nunca me interesó más allá de lo que puede interesar alguien reconocido por ser un muy notable empresario. Pero, fíjense qué enorme es la diferencia: el banquero muere y de inmediato le sucede otro banquero, pero muere el hombre y nada puede ocupar su puesto. El nuevo banquero es su hija. Mismo apellido. E idéntico desconocimiento mío sobre quién es esta mujer que asume el sillón desde el que gobernaba su padre. Uno concluye que los banqueros son de quita y pon (las grandes maquinarias parecen no poder caminar solas), al igual que los productos financieros y las donaciones.
Sigo sin saber quién era Emilio Botín. Y, realmente, tampoco me importa, dicho sea con todo el respeto del mundo, pues no deseo significar indiferencia o crueldad con esta aseveración: solo decir que la persona escondida bajo el presidente del mejor banco de España, en puridad, nunca significó nada en mi vida, al igual que tantos y tantos otros personajes ilustres de nuestro tiempo. Casi me da más pena advertir la desaparición del banquero (a quien algo conocía) que al ser humano (de quien lo desconocía todo). El hombre, una vez muerto, es, antes o después, pasto del olvido, al igual que su sombra deja de producirse y del nombre solo queda una lápida escrita. Las lágrimas se secan. El dolor deviene rutina. El recuerdo, pena. Todo acaba diluido como si jamás hubiese existido. Será su mujer, su hija (no la banquera), sus amigos, quienes acometan el ingente esfuerzo de vencer la inercia de su ausencia. Pero ese hombre, Emilio Botín, presidente de uno de los bancos más importantes del mundo, jamás fue nada para mí.

Leo con pesar algunas manifestaciones sin respeto alguno por el descanso eterno de Emilio Botín. Mal signo de estos tiempos tan líquidos. Se habla demasiado. Se insulta demasiado. Se opina demasiado. Ni siquiera sé por qué debo escribir esto mismo cuando, entre personas de madura sensatez, debería resultar obvio. Acaso sea el estigma de los banqueros: ser vociferados incluso después de muertos. Aun así, ¿qué importa? Siempre escupen los mismos. Cuando sean ellos quienes desaparezcan, también sus nombres se borrarán para el olvido...