viernes, 22 de enero de 2021

Ruidos indiscretos

Se queja Nuria, quien trabaja conmigo, de que en el pareado colindante al suyo viven unos rumanos empeñados en entristecerle la vida a ella y a los suyos. Ruidos y estridencias a todas horas, voces, gritos, fiestas, ningún respeto por confinamientos u horarios nocturnos… Su marido lleva en el paro un par de años y no pueden plantearse mudar de sitio. Quién iba a querer comprar una casa si en la pared de al lado vive una docena de personas que no dejan en ningún momento de molestar. La familia tiene los nervios crispados y, lo peor de todo, les están amargando la vida. La policía en ocasiones responde a sus quejas, pero no hacen nada. El resto de vecinos calla: todos tienen miedo a esos rumanos aunque no sepan de qué.

Yo le respondo que, en esto de los ruidos, tan molestos y desagradables para quienes amamos el silencio por encima de cualquier otra consideración, solo viven encantados quienes los causan, porque a sí mismos no se molestan. Los vecinos fastidiosos son una plaga bíblica peor y más atroz que las egipcias o esta del virus (que es silencioso). Además se da la circunstancia de que vivimos entre paredes que parecen hechas para molestar mejor al prójimo. A arquitectos y constructores les daría yo de esta medicina. No sé si lo hacen por ahorrar o por qué otra razón, pero no aíslan las viviendas del frío y del calor y de los ruidos, así les vaya la vida en ello.

Ahora tengo por vecinos a unos niñatos a quienes les nació una niña. Dos años tiene la criatura y ya vive fagocitada por las costumbres y modos de sus padres. La mantienen despierta hasta las dos o las tres de la mañana (nunca cena antes de las once de la noche, una vez que sus padres han despachado su colación). Pese a que la niñez no tiene por objeto sino jugar y experimentar, es algo que molesta a sus progenitores, que no dejan de gritar a la pobre al menor descuido. El padre, de apariencia mindundi, cuando se enfada más de lo habitual la reconviene con delicias como “para quieta que te doy una hostia y te abro la cabeza”. Como lo leen. La madre, una vacaburra que debió nacer sorda, es más comedida porque se conforma con llamarla gilipollas. Si a un angelito le hablan todos los días de hostias, de desparramar sesos por el suelo, de ser gilipollas y veleidades por el estilo, al final su destino no es otro que volverse diablo, salvo que sea un ángel de primera clase.

Los peores ruidos no están en las calles. Sino en los vecinos. Lo tengo clarísimo. Por eso les digo que pienso irme a vivir al campo. 


Nota: En la edición impresa de Diario Vasco se ha añadido, contra mi criterio, la siguiente salvaguarda en el último párrafo: "Esto quizá es ficción o quizá realidad. Los peores ruidos no están en la calle sino en los vecinos". Creo que no era preciso cubrirse las espaldas por unos supuestos delitos y, además, yo jamás describiría unos hechos tan crudos inventando a vecinos ficticios para fundamentar una tesis. Principalmente porque hasta ahora no se me había ocurrido que  algo tan demencial pudiera pasar. Presiento que, para un amplio grupo de población, el modo en que nos dirigimos a los menores no representa un problema. Este caso lo comenté hace unas semanas con la presidenta de la comunidad donde resido, quien quitó hierro rápidamente al asunto. He de mencionar que, de puertas para afuera, mis vecinos son amables e incluso solícitos y simpáticos. No creo que el padre de la niña pegue a su hija, lo cual sería constitutivo de delito de malos tratos: creo que se expresa de ese modo tan detestable por falta de tacto, falta de mesura, de delicadeza, de pundonor e incluso de respetabilidad. Estas carencias muy probablemente sean más frecuentes de lo quisiéramos quienes sí disponemos de tales valores. ¿Es posible que a él le educasen en un ambiente similar? ¿Y que la madre esté acostumbrada a que la insulten desde pequeña los miembros de su propia familia? ¿Hay personas que riñen a sus hijos con abrirles la cabeza a hostias creyendo que es un modo inequívoco de demostrar rigor? Pues muy posiblemente. Lo disculparán en que las palabras se las lleva el viento. Pero eso no resta un ápice de razón a lo que opino.