Una
pintura en una cueva rupestre es arte y se estudia como tal. Un fresco en un
techo o una pared de una basílica es arte. Un lienzo cualquiera en una
pinacoteca, es arte también. Desde la simbología del hombre cavernario a los
estudios de la luz de Velázquez o Rembrandt, pasando por los pedagógicos óleos
de los altares, el arte ha sido siempre una comunicación entre la trascendencia
(religiosa o humanista) y el ser. Y alrededor del arte, de su simbolismo
sublimado por la genialidad y destreza del artista, están las zonas umbrías de
las cuevas, la luz coloreada de las vidrieras, las paredes palaciegas o los
habitáculos primorosamente dispuestos para acogerlo en cualquiera de sus
formas.
Con
la fotografía se enrarece el simbolismo, desparece el entorno y se da pábulo a
la percepción de las cosas no como son sentidas, sino como son. Pero para
impresionar las cosas con realismo verdadero, hay que estar donde las cosas, no
en otra parte. La fotografía nos aproxima desde la distancia a cuanto los ojos
no pueden contemplar. Cuando su narración es lacónica y visceral, es decir artística,
infunde una altura creadora solo a unos pocos reservada.
Pero
esas son las fotos del National Geographic o de las exposiciones, porque ahora
por fotos forzosamente hemos de referirnos a esos océanos visuales regurgitados
por los móviles a las redes. No tienen nada de laconismo ni de visceralidad
genial. Son, por decirlo delicadamente, un reservorio de autoexposición
insistente y tenaz que se describe con una sola expresión: egotismo. En esto
nos hemos convertido. Y “esto” no es precisamente sublime.
Canso
estoy de recibir momentos “especiales” o fotos horrendas con mensajitos. Ni qué
decir tiene del espionaje de ida y vuelta en que se han convertido las vidas a
través de los vídeos o las fotos en Instagram o donde sea. Los ciudadanos no
son nada sin la cámara del móvil, porque quien mira solo con los ojos parece no
estar participando cuando, en realidad, es quien más participa al comulgar con
su sola naturaleza en la percepción del paisaje o del arte o lo que sea. Pero, ¡ay!,
la vanidad. Ese viejo y taimado amigo del hombre ha perpetrado una genialidad
absoluta, rellenando el vacío existencial de las personas con Megas y Gigas y Teras
de sí mismas, tanto que tengo la impresión de que cualquier día explota el
planeta.
Lo
mejor es no tener Instagram ni Facebook. No saben cuánto agradezco que no me
pidan acompañar esta columna con una foto.