viernes, 19 de octubre de 2018

Fotos y más fotos


Una pintura en una cueva rupestre es arte y se estudia como tal. Un fresco en un techo o una pared de una basílica es arte. Un lienzo cualquiera en una pinacoteca, es arte también. Desde la simbología del hombre cavernario a los estudios de la luz de Velázquez o Rembrandt, pasando por los pedagógicos óleos de los altares, el arte ha sido siempre una comunicación entre la trascendencia (religiosa o humanista) y el ser. Y alrededor del arte, de su simbolismo sublimado por la genialidad y destreza del artista, están las zonas umbrías de las cuevas, la luz coloreada de las vidrieras, las paredes palaciegas o los habitáculos primorosamente dispuestos para acogerlo en cualquiera de sus formas.
Con la fotografía se enrarece el simbolismo, desparece el entorno y se da pábulo a la percepción de las cosas no como son sentidas, sino como son. Pero para impresionar las cosas con realismo verdadero, hay que estar donde las cosas, no en otra parte. La fotografía nos aproxima desde la distancia a cuanto los ojos no pueden contemplar. Cuando su narración es lacónica y visceral, es decir artística, infunde una altura creadora solo a unos pocos reservada.
Pero esas son las fotos del National Geographic o de las exposiciones, porque ahora por fotos forzosamente hemos de referirnos a esos océanos visuales regurgitados por los móviles a las redes. No tienen nada de laconismo ni de visceralidad genial. Son, por decirlo delicadamente, un reservorio de autoexposición insistente y tenaz que se describe con una sola expresión: egotismo. En esto nos hemos convertido. Y “esto” no es precisamente sublime.
Canso estoy de recibir momentos “especiales” o fotos horrendas con mensajitos. Ni qué decir tiene del espionaje de ida y vuelta en que se han convertido las vidas a través de los vídeos o las fotos en Instagram o donde sea. Los ciudadanos no son nada sin la cámara del móvil, porque quien mira solo con los ojos parece no estar participando cuando, en realidad, es quien más participa al comulgar con su sola naturaleza en la percepción del paisaje o del arte o lo que sea. Pero, ¡ay!, la vanidad. Ese viejo y taimado amigo del hombre ha perpetrado una genialidad absoluta, rellenando el vacío existencial de las personas con Megas y Gigas y Teras de sí mismas, tanto que tengo la impresión de que cualquier día explota el planeta.
Lo mejor es no tener Instagram ni Facebook. No saben cuánto agradezco que no me pidan acompañar esta columna con una foto.