viernes, 5 de octubre de 2018

Conllevancia


Los lábaros amarillos asilan en silencio la saña que germina en el pensamiento fascista extendido entre las masas independentistas. Sus líderes dicen sentirse honrados por el mandato del pueblo, tal vez porque les gusta merodear los ejidos donde crecen las sinécdoques y se marchita la aritmética. Son populistas, claro está, y por ello han de referirse forzosamente al pueblo, no importa cuán inmensa sea la humana multiplicidad (para qué son populistas, si no). Por supuesto los secuaces se cuentan por millares: entre ellos se ven consagrados por la gloria celestial. Esto del fascismo en tiempos de posverdades y correcciones tiene mucho de religión.
Hablan a espuertas. Con palabras o con lazos (lábaros los he llamado, por eso del misticismo que concitan) o a empellones contra todos los demás. Es la política del odio y el desprecio y la costumbre de no saber qué hacer para acabar con tan antipático rictus. Les une una identificación trascendental: poseen un credo, una fe y una atroz ferocidad hacia cuanto denueste sus leyes mosaicas. De ahí que no les duela prendas azuzar a los más jóvenes (¿les suena la palabra cachorros?) para armar una revolución que, antaño, cuando todo era muy verde como en los lejíos de sus metonimias, tildaban de sonriente y floreada. Han devenido cuadrillas de facinerosos que, a la hora de la cena, se recogen en el único lugar donde se les conoce.
Disfrazar de libertad el talibanismo suele evidenciar cinismo, malos modos, exabruptos. Y en algunos lugares del mundo: terrorismo, destrucción y muerte. Jamás he contemplado discursos más sobrecargados de razones (y sofismas) que el de estos seres embebidos de mesianismo. Atentan contra todo lo que consideran conservador (las revoluciones siempre se encienden contra lo establecido), pero descienden hasta épocas cavernícolas con tal de negar a sus contrarios el pan y la sal. Sabido es, desde que se inventaron los dibujos animados, que un garrote prehistórico zanja las discusiones ilustradas: por eso emplean dicterios retóricos, para que su singular violencia verbal no sea visible ante las leyes modales. Quizá por ello el monclovita (cada día más sedicente en eso de presidir) se complace en comentar que no en actuar.
La humanidad se empeña, una y otra vez, en crear mitos. Y tras ellos, religiones. Y luego, cristologías. Y después milicias. Tanto homoptoton para tamaña memez monolitista. Tarde o temprano debía tocarle el turno a la conllevancia catalana.