Los
lábaros amarillos asilan en silencio la saña que germina en el pensamiento
fascista extendido entre las masas independentistas. Sus líderes dicen sentirse
honrados por el mandato del pueblo, tal vez porque les gusta merodear los
ejidos donde crecen las sinécdoques y se marchita la aritmética. Son populistas,
claro está, y por ello han de referirse forzosamente al pueblo, no importa cuán
inmensa sea la humana multiplicidad (para qué son populistas, si no). Por
supuesto los secuaces se cuentan por millares: entre ellos se ven consagrados
por la gloria celestial. Esto del fascismo en tiempos de posverdades y
correcciones tiene mucho de religión.
Hablan
a espuertas. Con palabras o con lazos (lábaros los he llamado, por eso del
misticismo que concitan) o a empellones contra todos los demás. Es la política
del odio y el desprecio y la costumbre de no saber qué hacer para acabar con tan
antipático rictus. Les une una identificación trascendental: poseen un credo, una
fe y una atroz ferocidad hacia cuanto denueste sus leyes mosaicas. De ahí que
no les duela prendas azuzar a los más jóvenes (¿les suena la palabra
cachorros?) para armar una revolución que, antaño, cuando todo era muy verde
como en los lejíos de sus metonimias, tildaban de sonriente y floreada. Han
devenido cuadrillas de facinerosos que, a la hora de la cena, se recogen en el
único lugar donde se les conoce.
Disfrazar
de libertad el talibanismo suele evidenciar cinismo, malos modos, exabruptos. Y
en algunos lugares del mundo: terrorismo, destrucción y muerte. Jamás he
contemplado discursos más sobrecargados de razones (y sofismas) que el de estos
seres embebidos de mesianismo. Atentan contra todo lo que consideran
conservador (las revoluciones siempre se encienden contra lo establecido), pero
descienden hasta épocas cavernícolas con tal de negar a sus contrarios el pan y
la sal. Sabido es, desde que se inventaron los dibujos animados, que un garrote
prehistórico zanja las discusiones ilustradas: por eso emplean dicterios
retóricos, para que su singular violencia verbal no sea visible ante las leyes
modales. Quizá por ello el monclovita (cada día más sedicente en eso de
presidir) se complace en comentar que no en actuar.
La
humanidad se empeña, una y otra vez, en crear mitos. Y tras ellos, religiones.
Y luego, cristologías. Y después milicias. Tanto homoptoton para tamaña memez
monolitista. Tarde o temprano debía tocarle el turno a la conllevancia catalana.