Hay veces en que los caminos se juntan y veces en que los
caminos se alejan. De un tiempo a esta parte vengo soñando que el enano se
aleja de mí, que se lo lleva la vida y que todas las pródigas ternuras con que se
engalana mi existencia a su lado de repente dan paso a otra etapa. El sueño me
recuerda, con gélido desafecto, que mi peque ya pronto ha de iniciar, acaso sin
él advertirlo en demasía, su propio periplo. Y cuando lo cuento, porque para
estas cosas siempre hay gentes con mayor experiencia, aunque no siempre mayor
sensibilidad, recibo por acostumbrada respuesta que la vida es así, que lo
mismo un día se muere mi gatito como otro día desaparece mi hijo para encontrar
su propio rumbo; y, por supuesto, que yo hice alguna vez lo mismo, aunque no lo
recuerde.
Claro que lo recuerdo. Como si fuese ayer. Tan nítidamente
que aún siento la misma pena profunda que sentí en su momento al advertir la
consternación resignada de mis padres. Y, pese a que el ejercicio de la memoria
es menos lúgubre y más susceptible al propio antojo, permite reflexionar sobre
el valor que posee la juventud para afrontar la madurez del alma con
determinación y audacia. En mi caso, cuando me fui del abrigo paterno, lo hice
para alejarme por muchos años a otros países. Supe que me iba sin saber, ni por
asomo, cuándo volvería. Y supe también que se trataba de una certeza larvada
tiempo atrás, en los momentos de mi adolescencia, cuando tenía la mente
colonizada de aventuras y creía que el mundo entero habría de poner a mis pies.
No sé por qué temo o, mejor dicho, por qué me apena ese
momento que me corresponderá vivir esta vez desde la otra orilla. Pero me
entristece de manera infinita aunque sepa que nunca he dejado de alejarme ni
tampoco de encontrar motivos sobrados para seguir volviendo sobre mis pasos,
siquiera para otra vez marcharme de nuevo. Será que, por eso, algo dentro de mi
alma se remueve al sentir que el niño del que siempre he vivido enamorado se va
diluyendo en la vida y, en breve, no sé cuándo, solo tendré de él su recuerdo
cuando contemple al hombre en que ha de convertirse.
Ya ven. Hoy no tenía ganas de hablar de la nieve o de Cataluña, ni del
Banco Central, ni de los carnavales tampoco. Hoy me apetecía contarles que mi
mente se prepara para el momento en que vea ante mí dos caminos, de los que
solo uno elegiré, sin más remedio, y no precisamente aquel hacia el que se
dirija mi Queco, desoyendo el lamento lacerante de mi alma.