Cuando éramos niños subíamos al gigante peñasco que nombra
a mi pueblo y colocábamos un trapo en la encina que crecía (y aún crece) arriba
del todo. No duraba mucho: a las pocas semanas el viento, las ramas y las
espinas de las hojas se encargaban de destrozarlo por completo. Pero,
inasequibles al desaliento, siempre volvíamos a restaurar la enseña: se trataba
de una excusa perfecta para volver a escalar el inmenso peñasco y, además, nos
henchía el alma de orgullo saber que aquel trapo ondeante, visible en
kilómetros a la redonda, nos identificaba a nosotros, los muchachos del pueblo,
ante todos los demás.
Con el tiempo cambiamos el trapo por una bandera de España
que adquiríamos con nuestros ahorros. Entonces no había tiendas regentadas por
chinos y estas cosas se compraban en unas pocas tiendas. Tampoco eran baratas. Y
yo les pregunto: ¿éramos por ello fascistas? No ¿Añorábamos el franquismo?
Mucho menos (Franco murió cuando yo tenía 6 años). Entonces, ¿qué éramos? No
éramos nada de eso. Simplemente buscábamos que el confalón tuviera sentido y
aquella rojigualda representaba lo único que teníamos en común: tres vivían en
Madrid, uno en Bilbao, dos en Barcelona, yo en Zaragoza y tenía unos primos lejanos
en Orense… En el pueblo, donde aún muchos recordaban los frentes en que
lucharon sus antepasados, nadie nos increpó ni se abrieron las viejas heridas.
Y por muchos años, cada verano sin falta, se fue reponiendo la bandera española
sobre el peñasco sin que nadie se indignase por ello.
A modo cervantino nos lo recuerda la literatura: las
banderas no son trapos, son símbolos. No hay dos banderas iguales, aunque en
España sí parecen iguales todos los sentimientos ante su sola visión: desde la extrema
nacionalista, que rechaza toda bandera que no sea suya y tiene inveterada
propensión por quemar las demás; o la de la izquierda comunista, para quienes
cualquier cosa que recuerde a España produce asco; hasta la de los más
conservadores o quienes simplemente aprecian este país, pero que se sienten
acomplejados de admitirlo públicamente.
La bandera, tal y como se define en la Constitución, no es de nadie.
Solo es un símbolo. Como la ikurriña, la señera o los pendones castellanos. Son
todas igual de españolas y cada una aporta al resto. Esto es algo que, cuando
jóvenes, en mi pueblo también supimos ver, porque enseguida la rojigualda de lo
alto de la Peña Gorda se rodeó de cuantas banderas quisimos todos que ondearan
con ella.