viernes, 8 de diciembre de 2017

Banderas de nuestros padres

Cuando éramos niños subíamos al gigante peñasco que nombra a mi pueblo y colocábamos un trapo en la encina que crecía (y aún crece) arriba del todo. No duraba mucho: a las pocas semanas el viento, las ramas y las espinas de las hojas se encargaban de destrozarlo por completo. Pero, inasequibles al desaliento, siempre volvíamos a restaurar la enseña: se trataba de una excusa perfecta para volver a escalar el inmenso peñasco y, además, nos henchía el alma de orgullo saber que aquel trapo ondeante, visible en kilómetros a la redonda, nos identificaba a nosotros, los muchachos del pueblo, ante todos los demás.
Con el tiempo cambiamos el trapo por una bandera de España que adquiríamos con nuestros ahorros. Entonces no había tiendas regentadas por chinos y estas cosas se compraban en unas pocas tiendas. Tampoco eran baratas. Y yo les pregunto: ¿éramos por ello fascistas? No ¿Añorábamos el franquismo? Mucho menos (Franco murió cuando yo tenía 6 años). Entonces, ¿qué éramos? No éramos nada de eso. Simplemente buscábamos que el confalón tuviera sentido y aquella rojigualda representaba lo único que teníamos en común: tres vivían en Madrid, uno en Bilbao, dos en Barcelona, yo en Zaragoza y tenía unos primos lejanos en Orense… En el pueblo, donde aún muchos recordaban los frentes en que lucharon sus antepasados, nadie nos increpó ni se abrieron las viejas heridas. Y por muchos años, cada verano sin falta, se fue reponiendo la bandera española sobre el peñasco sin que nadie se indignase por ello.
A modo cervantino nos lo recuerda la literatura: las banderas no son trapos, son símbolos. No hay dos banderas iguales, aunque en España sí parecen iguales todos los sentimientos ante su sola visión: desde la extrema nacionalista, que rechaza toda bandera que no sea suya y tiene inveterada propensión por quemar las demás; o la de la izquierda comunista, para quienes cualquier cosa que recuerde a España produce asco; hasta la de los más conservadores o quienes simplemente aprecian este país, pero que se sienten acomplejados de admitirlo públicamente.
La bandera, tal y como se define en la Constitución, no es de nadie. Solo es un símbolo. Como la ikurriña, la señera o los pendones castellanos. Son todas igual de españolas y cada una aporta al resto. Esto es algo que, cuando jóvenes, en mi pueblo también supimos ver, porque enseguida la rojigualda de lo alto de la Peña Gorda se rodeó de cuantas banderas quisimos todos que ondearan con ella.