viernes, 14 de julio de 2017

La línea de los dos mundos

Hay líneas quebradas en nuestro planeta que separan mundos distintos y cuyo origen se pierde en los sueños de la humanidad. Donde me encuentro, en Tijuana, en la capital fronteriza de la Baja California, comienza una de ellas. Es un trazo de acero que rompe los pedregosos montes e infecundos desiertos en derredor, para avanzar raudo hacia el Este. Dicen que el actual morador de la Casa Blanca quiere modificar este muro ya existente por uno de alta tecnología e impedir en mayor medida el caudal de personas que buscan y logran encontrar roturas en este desolado trazo separador.
Al otro lado, el mundo es distinto. Se llama San Diego y es una ciudad preciosa, moderna, tan distinta y avanzada respecta a esta de México que parece mentira que un solo trazo de acero sea capaz de tamaño contraste. Por supuesto, admiro y me gusta (mucho) el mundo del norte. Fácilmente querría venirme a vivir a él. En mis anteriores viajes a Estados Unidos jamás había sentido esta llamada tan rompiente. Será el influjo de California. Cuando visité San Francisco, hace ya muchos años, no disponía de un sentido crítico ciudadano tan aguzado. La tierra de las oportunidades, como la llaman sus habitantes, completa el sentido de la existencia de todo ser humano: prosperar, mejorar, vivir libremente…
También me gusta el mundo del sur. Me recuerda algo ya olvidado de mi niñez y juventud. Sus carencias suscitan ternura y solidaridad. Uno llega a pensar que las gentes del sur que se internan en el norte olvidan de inmediato de dónde vienen, porque el mundo del sur es tan distinto, tan brutalmente inferior (en arquitectura, en infraestructuras, en comportamiento, en respeto, en tráfico, en…), que parece lógico que uno se empeñe en querer nutrirse de los aires del norte para insuflarlos en ese sur de donde uno escapa. El caso es que el choque entre los dos mundos me tiene afectado.
Quizá todo sea cuestión de personalidad, de idiosincrasia, de elementos difíciles de entender como la resignación o la indiferencia, quizá todo se resuma en un humanismo conformista, tan afín a mis terruños de las Arribes del Duero (tan de pueblo, que diríamos) que me exacerba. Tengo deseos de gritarles: ¿acaso no veis, no oís, no sentís? El sueño está al otro lado del muro, ahí mismo, id y coged sus ideas, cambiadlo todo, romped la diferencia. Pero entonces me detengo. Porque ese mismo grito, de otra manera, es lo que debería gritarme a mí mismo en cuanto vuelva a España.