Hay líneas quebradas en nuestro planeta que separan mundos
distintos y cuyo origen se pierde en los sueños de la humanidad. Donde me
encuentro, en Tijuana, en la capital fronteriza de la Baja California, comienza
una de ellas. Es un trazo de acero que rompe los pedregosos montes e infecundos
desiertos en derredor, para avanzar raudo hacia el Este. Dicen que el actual
morador de la Casa Blanca quiere modificar este muro ya existente por uno de
alta tecnología e impedir en mayor medida el caudal de personas que buscan y
logran encontrar roturas en este desolado trazo separador.
Al otro lado, el mundo es distinto. Se llama San Diego y es
una ciudad preciosa, moderna, tan distinta y avanzada respecta a esta de México
que parece mentira que un solo trazo de acero sea capaz de tamaño contraste. Por
supuesto, admiro y me gusta (mucho) el mundo del norte. Fácilmente querría
venirme a vivir a él. En mis anteriores viajes a Estados Unidos jamás había
sentido esta llamada tan rompiente. Será el influjo de California. Cuando
visité San Francisco, hace ya muchos años, no disponía de un sentido crítico
ciudadano tan aguzado. La tierra de las oportunidades, como la llaman sus
habitantes, completa el sentido de la existencia de todo ser humano: prosperar,
mejorar, vivir libremente…
También me gusta el mundo del sur. Me recuerda algo ya
olvidado de mi niñez y juventud. Sus carencias suscitan ternura y solidaridad.
Uno llega a pensar que las gentes del sur que se internan en el norte olvidan
de inmediato de dónde vienen, porque el mundo del sur es tan distinto, tan
brutalmente inferior (en arquitectura, en infraestructuras, en comportamiento,
en respeto, en tráfico, en…), que parece lógico que uno se empeñe en querer
nutrirse de los aires del norte para insuflarlos en ese sur de donde uno
escapa. El caso es que el choque entre los dos mundos me tiene afectado.
Quizá todo sea cuestión de personalidad, de idiosincrasia, de elementos
difíciles de entender como la resignación o la indiferencia, quizá todo se
resuma en un humanismo conformista, tan afín a mis terruños de las Arribes del
Duero (tan de pueblo, que diríamos) que me exacerba. Tengo deseos de gritarles:
¿acaso no veis, no oís, no sentís? El sueño está al otro lado del muro, ahí
mismo, id y coged sus ideas, cambiadlo todo, romped la diferencia. Pero
entonces me detengo. Porque ese mismo grito, de otra manera, es lo que debería
gritarme a mí mismo en cuanto vuelva a España.