Almorzaba este pasado martes, en Vigo, con un par de
colegas. El mayor de los dos, aunque apenas medio lustro mayor que yo, parecía la
exaltación cultural personificada; el segundo, más calmoso, aceptaba con resignación las
cosas tal y como en el mundo son, bien o mal o peor.
Al exaltado, que hablaba mucho, pero con criterio, le resultaba
insoportable los derroteros por los que se encamina la sociedad en todas y cada
una de sus veredas: vituperaba lo mismo los programas de la televisión que el
uso indiscriminado y abusivo de internet por parte de jóvenes y no tan jóvenes;
la pobreza de las argumentaciones que se escuchan por la calle (y en los
telediarios) y la perdicie intelectual que causa la adicción a la tecnología
digital; la preeminencia del fútbol y de los best-sellers de consumo inmediato;
e incluso el rollo poligonero o las pautas del afrentoso Trump. Nada salvaba en
su análisis. Tan contundente era que el mundo, de repente, parecía quedar envuelto
en una calígine fría e irracional.
El colega pausado, por el contrario, indolente hasta el hartazgo,
defendía sin afán, pero con ese comedimiento de los grandes prohombres,
posturas contrarias al anterior: no tanto por opinar distinto como (y esa es mi
sospecha) por abulia: la tarea de cambiar lo errado le parecía descomunal. Mejor
dejarlo todo como está, que tampoco pasa nada, y pretenderlo lleva al fracaso.
Yo, el tercero en discordia, tan criticón como soy, tan
utópico en los pareceres y recoleto en las maneras, saboreaba las hipérboles de
uno tanto como las mansedumbres del otro. Si se mira bien, desentenderse del ruido
originado (ya sea en la vorágine televisiva o en la cortedad de internet) es ante todo una cuestión de limpieza mental. El ruido nada aporta y mucho destruye. Si participamos en él, produciendo aún más ruido, ya sea en foros o en debates con críticas que sean más descalificación que criterio, solo hallaremos intemperanza y agotamiento.
En aquel almuerzo dejé bien claro
que no importa en absoluto que millones de personas (de imbéciles, que diría Umberto Eco) quieran orientar sus vidas a enzarzarse insulsamente en el fragor de las cuestiones básicas y vulgares, donde no hay cabida para la razón. Lo conspicuo no necesita del aplauso para
brillar y que la masa adocenada decida, porque le conviene, que la vulgaridad vale lo mismo que la inteligencia, en nada inhibe a esta última de su potencial de cambio y conocimiento para todo el conjunto de la humanidad.
Lo que necesitamos, acaso imperiosamente, como una primera medida de cambio social, de desvinculación de lo inmediato e irreflexivo, cuando no del fanatismo o lo pueril, es imponer silencio en nuestras vidas, darle al botón de apagado o de
desconexión con alguna frecuencia (cuanta más, mejor), y tratar de entender los
susurros del vacío interior…
Qué desasosiego. De repente, me veo pensando como tantos otros antes que yo a lo largo de la Historia que han pretendido entender el sentido de la existencia
humana. Desde la lejanía.