858. Este es el número de personas asesinadas por la ETA
(aunque para el Ministerio del Interior han sido 829: discusión banal, a los
ministerios hay que hacerles poco caso, siempre van por detrás de los acontecimientos).
La primera víctima, atribuida durante mucho tiempo al DRIL, fue una niña de dos
años de edad llamada Begoña Urroz que murió mucho antes de que yo naciese a
causa de una explosión en la estación de Amara. También sería mayor que yo la
primera víctima perteneciente a los cuerpos de seguridad del Estado, un guardia
civil de 25 años llamado José Pardines, tiroteado por la espalda por dos
pistoleros. Y así hasta 858. Durante toda una vida humana. Que no es poco. Y no
he contado los extorsionados ni los secuestrados, ni tampoco a quienes hicieron
huir.
En 2001 mantuve breve correspondencia con una vizcaína, Begoña,
afiliada al PNV (dato que no reviste mayor importancia) al igual que su marido
y su familia, que me trataba de convencer que “los de fuera” hacíamos mal en
llamar a aquellos chicos terroristas: “los llamáis asesinos, pero la realidad
es otra, aunque no la comparta: luchan por su patria”. Lo de no suscribir las
muertes, pero sí las consecuencias, siempre ha sido asunto tenebroso. Porque,
en efecto, lo que se dice luchar, lucharon, lo mismo contra militares que
contra civiles e incluso niños, que las bombas no distinguen. A Miguel Ángel
Blanco lo mataron no como se mata en las guerras sino como mataba la ETA al
estilo Txapote, con dos balazos, el segundo mortal. Y al último de los
verdaderos mártires de esta historia, el policía francés Nérin, en un control
de carretera. Que por fin se haya acabado esta pesadilla, bien está.
Dicen que dos no riñen si uno no quiere, pero está claro
que, aunque los demás no queríamos, ellos se mantuvieron empecinados con las
bombas y las balas. Siempre de manera unidireccional, por mucho que la revistan
de patriotismo y pese a las ilegalidades de Vera y demás personajes. La
ridiculez del fingido desarme pronto caerá en el olvido: tampoco tiene mayor
trascendencia, pese a los titulares de la prensa. Terrible sería que pronto
olvidásemos que 858 personas no pudieron realizar sus vidas por una execrable
concepción del terruño. Y creo que mayor error sería olvidar que una vez hubo
personajes que, sin empuñar las armas, provocaron con sus palabras el más
grande dolor que pudieron soportar las familias de las víctimas. Sí, Setién, va
por usted. Aunque no sea el único.