sábado, 29 de octubre de 2016

Moverse otra vez

Estoy contento porque las cosas van a cambiar a partir del domingo, salvo desbarajuste imprevisto que lo escacharre todo. El tiempo de interinidad ha finalizado. Con lo del cambio no me refiero a la contraposición de las políticas futuras y las pasadas (eso está por verse). De lo que me alegro, y mucho, es de que se acabe esta detención que sufrimos. Nuestra sociedad está organizada alrededor del poder político y si este no funciona, o se gripa, el movimiento del país entero se produce solo por inercia. Quienes se admiran de lo bien que funcionamos con un gobierno en funciones deberían calcular las oportunidades que en estos tres centenares de días transcurridos no han podido materializarse, en todos los órdenes: económico, educativo, industrial…

Las trifulcas que se han vivido en algunos partidos políticos, a consecuencia del anómalo interregno a punto de acabarse, es imagen palpitante, y de cierta relevancia, sobre cómo se viven las cosas en la piel de toro. Siempre digo que resulta imposible discutir nada con quienes viven afectados por una ideología inamovible, sin concesiones, de guerra contra el enemigo. Pero que no sea interesante hablar con el simpatizante de un partido político que, pese a quien pese, pase lo que pase, va a continuar aferrado a lo sectario como si de una baliza en un mar proceloso se tratase, es asunto nimio. El problema surge cuando con quien no se puede hablar es con un político. No tanto porque carezca de sentido la defensa a ultranza de posturas inmovilistas, sino porque la petrificación ideológica, que casi siempre ejercen quienes son conscientes de que sus oportunidades para tocar poder son remotas o nulas, implica la consunción de los motores que impulsan la economía, el bienestar social, los servicios sociales y nuestra posición en el mundo.

Personalmente, creo que unos y otros, aunque más unos que otros, han sido conscientes de que su decisión de anteponer el ideario, la rabia o la soberbia política a los problemas coloquiales les ha desacreditado (o tal vez no sean conscientes, en cuyo caso la ceguera que exhiben abunda en su desacreditación). Aludir constantemente a la calle, a los militantes (es decir, al enroque doctrinal), y despreciar la función para la que fueron elegidos, que no es otra que parlamentar y llegar a acuerdos, siquiera a los menos malos, es signo evidente de indolencia y mediocridad. Si tanto aman la calle, que se vayan a la calle y dejen paso a otros.