Recibo un email de Elena donde me sugiere que narre, en
una de estas columnas, su experiencia vital, afín a la de tantas personas en el
mundo. “Cuando alguien pasa por donde yo he pasado y alcanza el éxito, es como
gritar a pleno pulmón hacia el cielo desde lo más alto del Everest”. No puedo
dejar de emocionarme con la metáfora.
Elena ha superado el cáncer. Atrás quedaron las pruebas,
la cirugía, los larguísimos meses de quimioterapia, la recuperación, las
siguientes pruebas, la reconstrucción… Aún, me dice, no ha llegado al final.
Aún no culminó la ascensión hasta la cumbre. Tiene el pelo corto y los
cirujanos plásticos aún han de corregir un par de cosillas. Ella sueña con
volver a lucir su melena al viento. Estoy convencido de que su cabello corto no
le roba un ápice de belleza, más bien al contrario, pero prefiero darle la
razón: es su sensación íntima, su ilusión, la compleción del esfuerzo, el
resultado final deseado. Asegura que, cuando se produzca, volverá a salir de
fiesta dispuesta a comerse el mundo. Al parecer, las escasas salidas de estos
meses atrás no han sido sino un movimiento virtual en los ojos ajenos, porque
por dentro ella no dejaba de sufrir. Estar vivo, sentirse vivo, saberse vivo.
El grito desde el Everest otorga la paz porque culmina un penoso trance que,
desafortunadamente, se ha de pasar. Y pobre de quien no lo pase.
Imagino que cambia la vida (si alguna vez me llegase a
suceder, se lo contaré). Pero no alcanzo a imaginar de qué modo cambia la
perspectiva del propio futuro. Para Elena el futuro ha dejado de existir: solo
hay una sucesión de presentes y la esperanza de que sean interminables. Total,
sin bienestar saludable, todo se detiene: el mundo, los coches, los ajetreos de
las personas… A veces lo que se detiene es la propia existencia alrededor del
cáncer. Hace unas semanas supe del primer aniversario de la muerte de una niña
de 7 años que no logró ascender a las cumbres más altas del Himalaya para
gritar al cielo desde ellas. Sucumbió. Y con ella, sus padres. Aún hay trances
más terribles que el de Elena. Triste consuelo, ¿verdad?
Necesito de veras enviar mis palabras a todas las gentes que actualmente
luchan contra los vientos gélidos y las terribles nieves del Everest humano. Y
aún más poder unir mi voz a la de quienes descienden sonriendo por las laderas
de la montaña. Porque si una casualidad complica la existencia y la cambia por
completo, la solidaridad la devuelve a la razón.