La palabra corrupción que tanto se emplea está corrupta
en sí misma. En la calle este término se viene sustituyendo por otro de sonoridad
más acusada: robar. Todos roban porque, como dice el refrán, aquí el que no
corre, vuela. Algunos círculos más
sutiles lo expresan suavemente, conjugando un sintagma verbal muy útil: yo
favorezco a ese, tú favoreces a ese (o esos, si bien cosa difícil es de
determinar porque trasuntos son el ese y los esos). Pero, volviendo al
planteamiento inicial, vemos la corrupción de los políticos, de los empresarios
y de los testaferros, pero no vemos la realmente lesiva.
La corrupción que mencionamos en nuestras charletas de
bar es la que aflora a cuentagotas en nuestro primer mundo y por doquier en el
tercero (países latinoamericanos, africanos o asiáticos que se encuentran en
vías perpetuas de desarrollo): es esa en la que interviene el cazo, la pose
egipcia, el movimiento de billetes, los sobornos, los regalos, las atenciones,
el cochazo en la puerta… Por fortuna, por estos pagos disponemos de un sistema
judicial que, aunque lenta y morosamente, es perfectamente capaz de perseguir y
enchironar a sus practicantes. Pero hay un tipo de maquinaria superior, de
superestructura de la corrupción, nada visible para no avezados ni expertos
internacionales.
En todas las urbes del mundo, lo mismo aquí que allá que
acullá, hay plantas enteras de edificios notabilísimos, con abogados y
economistas y gestores dedicados a tiempo completo no a defender la justicia
universal o favorecer el desarrollo armonioso del mundo, sino a servir a sus
acaudalados clientes y procurarles que ni esa justicia ni ese desarrollo les
afecte lo más mínimo como les debería afectar. Son lavaderos de dinero en
cantidades ingentes, mercadeo fabuloso de todo tipo de materiales y
propiedades, y, lo más astuto de todo, maquinarias de una discreción tan
exquisita como impúdica.
La corrupción de la que hablamos en la calle y que
aparece en las portadas de los diarios es el chocolate del loro. Se trata de un
problema estricto de laxitud moral y grosero egoísmo avaro. Es la corrupción en
la que usted también incurriría si tuviese ocasión (de ahí que indigne tanto).
La otra, la indiferente a la evolución de las leyes y los gobiernos y los
muchos devenires humanos, la que no observamos y no asumimos por tanto como un problema para nosotros, es la auténtica corrupción de un ser humano que ha
olvidado su esencia, su origen y su final.