viernes, 27 de mayo de 2016

Corrupción corrompida

La palabra corrupción que tanto se emplea está corrupta en sí misma. En la calle este término se viene sustituyendo por otro de sonoridad más acusada: robar. Todos roban porque, como dice el refrán, aquí el que no corre, vuela. Algunos círculos más sutiles lo expresan suavemente, conjugando un sintagma verbal muy útil: yo favorezco a ese, tú favoreces a ese (o esos, si bien cosa difícil es de determinar porque trasuntos son el ese y los esos). Pero, volviendo al planteamiento inicial, vemos la corrupción de los políticos, de los empresarios y de los testaferros, pero no vemos la realmente lesiva.
La corrupción que mencionamos en nuestras charletas de bar es la que aflora a cuentagotas en nuestro primer mundo y por doquier en el tercero (países latinoamericanos, africanos o asiáticos que se encuentran en vías perpetuas de desarrollo): es esa en la que interviene el cazo, la pose egipcia, el movimiento de billetes, los sobornos, los regalos, las atenciones, el cochazo en la puerta… Por fortuna, por estos pagos disponemos de un sistema judicial que, aunque lenta y morosamente, es perfectamente capaz de perseguir y enchironar a sus practicantes. Pero hay un tipo de maquinaria superior, de superestructura de la corrupción, nada visible para no avezados ni expertos internacionales.
En todas las urbes del mundo, lo mismo aquí que allá que acullá, hay plantas enteras de edificios notabilísimos, con abogados y economistas y gestores dedicados a tiempo completo no a defender la justicia universal o favorecer el desarrollo armonioso del mundo, sino a servir a sus acaudalados clientes y procurarles que ni esa justicia ni ese desarrollo les afecte lo más mínimo como les debería afectar. Son lavaderos de dinero en cantidades ingentes, mercadeo fabuloso de todo tipo de materiales y propiedades, y, lo más astuto de todo, maquinarias de una discreción tan exquisita como impúdica.
La corrupción de la que hablamos en la calle y que aparece en las portadas de los diarios es el chocolate del loro. Se trata de un problema estricto de laxitud moral y grosero egoísmo avaro. Es la corrupción en la que usted también incurriría si tuviese ocasión (de ahí que indigne tanto). La otra, la indiferente a la evolución de las leyes y los gobiernos y los muchos devenires humanos, la que no observamos y no asumimos por tanto como un problema para nosotros, es la auténtica corrupción de un ser humano que ha olvidado su esencia, su origen y su final.