viernes, 4 de septiembre de 2015

Burros ignorantes

A muchos no les importa en absoluto la crudeza de las imágenes que estos días se contemplan en los medios de comunicación. Posiblemente digan, voz en grito, que les horroriza por aquello de que las poses de indignación ante lo que sucede a otros seres humanos parecen obligadas cara a la galería. Ignoro qué cifra ilustra verazmente ese “A muchos” con que comencé esta columna. Pero seguramente es mayor de lo que la decencia del pensamiento quisiera que fuese.
No sé si usted ha vivido algo similar a lo que voy a exponer a continuación, pero yo he debido encarar, y en más ocasiones de las necesarias, sobre la fríamente denominada “crisis migratoria”, argumentaciones como “que se vuelvan a su país, que vienen a quitarnos el pan y las ayudas para el comedor de los niños”, o como “si yo siento mucho lo que les pasa, pero ese problema que lo resuelvan sus gobiernos”, o incluso como “¿por qué voy a tener que pagarles yo de mis impuestos con lo mucho que nos falta a los de aquí?”. Lo peor de todo no es tener que aguantar estas aberrantes opiniones en aras de ese relativismo imperante según el cual todas son legítimas y respetables, sin serlo (realmente, aunque tengamos el derecho a opinar, mayor habría de ser la obligación de callar). Lo peor es tener que asistir a esta barbarie dialéctica de manera impertérrita, porque quien así habla jamás entenderá una sola de las razones que se le expongan en contra.
Las caravanas, las pateras, las mafias del transporte, los cadáveres asfixiados, las masas de gentes hacinadas en cualquier transporte… son todos acontecimientos espeluznantes y deberíamos obrar en pos de su erradicación total y definitiva. Pero, e incluyo en cuanto voy a decir a continuación a los gobiernos de nuestra UE, nuestra insolidaridad, nuestro miedo zafio y asqueroso, nuestra hipocresía y cinismo, son todas ellas actitudes aberrantes. Nos obsesionamos con lo que encierran nuestras fronteras, con el bienestar de los nuestros, con la felicidad de nosotros mismos, cuando deberíamos vivir obcecados en hacer que la dignidad no supiera de razas, pasaportes o geografía.
Algunas veces no parece que vivamos en España, un país rico y próspero de Europa, continente igualmente rico y próspero. Lo que parece es que vivimos en un pedazo de tierra aún más pobre que la más paupérrima de las aldeas destrozadas por el fanatismo que mata y asola y extermina, y a cuyas consecuencias respondemos cerrando fronteras, ojos y oídos.