viernes, 13 de junio de 2014

Hundimiento de lo bello

Finalmente me encuentro en Venecia. Llevaba media vida suspirando por la muerte que el visitante halla al encontrar su belleza. Y justo ahora, cuando dispongo de la oportunidad de descubrir los misterios del icono insustituible del agua y la arquitectura, mis sentimientos navegan contrariados entre la decepción y el desánimo. Deduzco que ha de existir tal belleza, por supuesto, e incluso se podría morir en esta ciudad por ella. Pero qué tino y audacia la de la sabiduría popular cuando asegura que la fascinación crecida en los entresijos de la mente inquieta acaba siempre en un placer y un asombro que nunca son los esperados.

No sé por qué, visto lo visto hasta ahora en esta Europa decadente e incapaz de encabezar el progreso de nuestra sociedad moderna, pero me ha sorprendido que el alcalde de Venecia y una treintena más de personalidades italianas (desde políticos a agentes del fisco) hayan sido encarcelados por corrupción del proyecto Moisés, el descomunal empeño humano llamado a salvar la ciudad de las aguas del Adriático. Qué irónica contradicción: querer salvar la belleza no por la belleza en sí misma, sino por la fealdad de la más ruin avaricia. Uno acaba pensando que, por la obstinada repetición de estas situaciones tan sórdidas, merece Europa acabar sumergida en el caos, en un mar oscuro de olvido, oprobio y lamento. Sólo así podrá resurgir, si lo hace, limpia de pecados, desengrasada de intereses espurios y agobiante plutocracia.

Durante décadas hemos encarnado la prevalencia de los valores eternos de la libertad y la democracia, a pesar de todas las guerras y todos los desencuentros. Pero hoy en día toda esa proclamación está muerta y acabada. Prueba de ello es el modo en que muchos europeos parecen estar deseando abrazar, una vez más, los griteríos obsoletos de extremistas e intolerantes, convertidos de súbito en partidos parlamentarios, tanto a izquierda (como en España) como a derecha (otros países): con lo que estuvo cayendo el pasado siglo, como si fuese lo mismo ser venezolanos o de aquí. Sepultar todo bajo las aguas de la indignación y buscar remedios en las guillotinas pacifistas no es buena garantía de nada.

En Venecia es obvia la indiferencia del ciudadano, absorto en los cabrilleos del agua de los canales y los pináculos bizantinos de su arquitectura mientras desoye entontecido los chirridos del hundimiento. Tanto pasado vertiginoso, tanta autoridad moral y tanto orgullo de ser el continente viejo o la cuna de la civilización, para qué: para acabar olvidando las más básicas lecciones de nuestra reciente y controvertida Historia, para limitarse a escupir a la cara de nuestros representantes por su adormecimiento y su docilidad indecente a los dictados capitalistas recalcitrantes, y abogar por alternativas y políticas populistas e insanas, que desde hace cien años todos sabemos a dónde conducen.

Europa quiere morir buscando muchas cosas, ninguna de ellas la belleza