viernes, 6 de septiembre de 2013

Marquesinas

Esto del mobiliario urbano se las trae, oiga. En mi calle hay dos marquesinas como dos heraldos del paraíso. En la primera, una monada de rostro angelical, vegetariana desde su nacimiento y con una simpatía del estilo “papá, mira, estoy saliendo en la tele”, exhibe vanagloriosa su cuerpo, bien realzado por la ropa interior (porque se trata de lencería, ¿no?, ¿o de un bikini?, ¿acaso hay alguna diferencia?: no me da tiempo a fijarme en esos detalles). En la segunda, una rubia bien nutrida, cuyo rostro aparece anticipado por un escote hasta el ombligo (¿lleva un vestido blanco?, ¿es un conjunto de baño?, por favor, aún no he podido descubrir qué demonios lleva puesto), publicita otra cosa aunque no sé muy bien qué es. La querubina bruna tiene necesidad de un buen chuletón, y de la nívea náyade me abstengo de decir nada por pudor. Es curioso que yo jamás recuerde lo que venden estos anunciantes de las marquesinas: unas veces porque solo veo chicas difíciles de no ver (es horrible ser hombre en espera del autobús y verse obligado a dirigir la vista hacia la izquierda), y las demás veces porque no me interesa lo que se anuncia y prefiero estar pendiente del tráfico. Luego dicen del uso mercantilista de la mujer. ¡Y un carajo!. Si yo las miro cada mañana y sigo sin tener ni idea de lo que venden: ¡valiente campaña de mercado es ésa! 

Seguro que a usted, lectora mía, el anterior párrafo le parece sexista y machista y cochino. Cálmese. A estas mozas de vivero pronto las despojarán de su trono, aunque emergerá la expectación de descubrir cuál será la próxima nereida que a las calles se asome. El mundo de la imagen (dicen) tiene estas cosas, y así conviene tomarlas. Porque he de referir también que nosotros los varones de andar por casa no somos seres ilusos: preferimos avizorar en la visera del casco, en el retrovisor o en el parabrisas, el imponente esplendor de unas piernas patrias bien bronceadas y taconeando camino a la oficina sobre un vestidito breve, a todo ese esplendor artificial y photoshopero del capricho de algún publicista. Que a la postre, si algo nos lleva al gimnasio a tonificarnos y querer sentirnos un poquito mejor, es el gustazo de agradarla por ejemplo a usted, lectora mía, o vernos bien en el espejo sin pretender querer ser titanes musculosos (esos son unos horteras). Que la vida ya es lo suficientemente ingrata como para dejarnos embaucar fácilmente por la belleza mentirosa de los mobiliarios urbanos.