viernes, 14 de junio de 2013

Inseguridad social

Mantuve una curiosa conversación estando a punto de embarcar el lunes en Barajas. Mi destino de esta semana ha sido la Alemania de doña Ángela. En la espera del embarque, un caballero ya mayor, de rasgos más envejecidos de lo que su aspecto señalaba, nos oyó discutir a un colega y a mí sobre la mala situación de la industria. Entonces fue cuando intervino. Por supuesto, abundó en nuestro análisis (que todos sabemos ya de carrerilla) diciendo que llevaba cuarenta años trabajando y que bien tenía ganada su jubilación. Que había pagado mucho dinero para disfrutarla. Le repliqué con cierta ironía diciendo que yo no pago a la Seguridad Social: a mí me lo quitan.

Algunas veces tengo la sensación de que muchas de las conquistas sociales que en nuestro fuero interno creemos que son parte de la declaración de los derechos humanos, son en verdad el modo con que han comprado nuestro voto. Poder, por seguridad. ¿Tan exigentes nos volvimos en el trueque que hemos acabado por arruinar esa seguridad, forzando a los políticos a entregarnos todo cuanto se nos antojaba? Aquel caballero, tan orgulloso de sus pagos y tan emprendido de su pensión, solo contemplaba una posibilidad: que le dieran lo prometido. Todo lo demás, indiferente. Pero la sociedad tenia que cumplir con lo estipulado. En realidad, todos deberíamos gritar que lo prometido antaño, que lo suscrito en los argumentos electorales, es el más firme contrato entre los gobernantes y nosotros. Pero somos los ciudadanos el puntal último que sostiene esto que llamamos país. Detrás no hay nada que se responsabilice de nuestros errores. Por eso los sacrificios siempre nos alcanzan y en el sufrimiento encontramos el remedio a todos los desastres. Por este motivo no me escandaliza saber que nada ni nadie habrá que pueda asegurarme la "seguridad" por la que sustraen mi esfuerzo en cada salario.

La modificación del sistema de pensiones, y los interminables reajustes del resto de nuestro Estado del Bienestar, me llevan a pensar que los mandamases, cuyo única función no es adoctrinar ni moralizar, sino gestionar el dinero público, están obligados a irnos devolviendo a los ciudadanos el control del Estado. Es decir, han de ir reduciendo su capacidad de gestión y su presupuesto. Les hemos entregado demasiado poder y demasiado gobierno. Han fagocitado los recursos hasta hacernos creer que, en realidad, eran suyos. Que lo pierdan, por no haber sabido darnos lo único que reclamábamos.