viernes, 19 de abril de 2013

Irak, año 10

En las planicies aluviales que se extienden entre sus dos grandes ríos (por si alguien lo ignora, Tigris y Éufrates), nació la más antigua civilización del mundo. Antes de que se descubriera el motor de explosión, y por tanto con anterioridad a los desafíos geopolíticos que entraña el petróleo y que tan acostumbrados nos parecen ahora, pronunciar el nombre de esta región del planeta abría las grutas donde yacen la Historia (Sumeria, Babilonia, Asiria, Saladino…), la imaginación (Harún Al-Rashid, Simbad) o la Ciencia (Alhacén, el más grande físico de todos los tiempos, y el más ignorado).

Hoy el nombre de Irak evoca la tragedia de las recientes guerras y la tiranía. Donde la predominancia estadounidense quiso instaurar la más grande democracia de Oriente Próximo (palabras del segundo Bush), solo ha germinado la corrupción, el sectarismo y la devastación, porque la violencia es el lenguaje allí empleado para dirimir diferencias políticas irreconciliables, y asola, sin un solo minuto de descanso, a una población que desconoce lo que es el respeto por los derechos humanos, la justicia o la igualdad de oportunidades. No deja de resultar paradójico que, diez años más tarde, las únicas imágenes de Irak que todavía se emiten en los telediarios correspondan a una pobreza que va camino de volverse crónica, a cuerpos esparcidos por intermitentes atentados, y a la obstinación de unas élites incapaces de adoptar un solo acuerdo en beneficio del pueblo.

Acaba de cumplirse el décimo año de la nueva era que pretendió ser instaurada en Irak. Uno, que ha vivido en Oriente Próximo y aún recuerda algunas cosas del modo en que se dirimen los asuntos ciudadanos por allí, sabe que, traspasados los límites de nuestros mundos occidentales, tan rápidos y oligárquicos, el tiempo ha de discurrir mucho más lentamente o todo estará condenado al caos. El empecinamiento en sincronizar nuestros rituales políticos con los suyos no conduce a nada positivo, sólo a la opresión, la tiranía, la muerte y la guerra. La primera enseñanza, por tanto, ha de ser: dejadles en paz, que ellos solos vayan arreglando sus propias cuestiones al ritmo que mejor les parezca. Pero, ¡ay!, tal disciplina es ajena a las cuentas de las petroleras y, con ellas, de los estados, quienes, con la obcecación que produce el dinero y el poder bélico, prefieren imponer “su” paz a golpes, así sea masacrando cualquier rastro de civilización y devolviendo a los pueblos al Neolítico.