viernes, 14 de septiembre de 2012

Un nuevo estado

El millón y pico de personas que salieron a la calle en Barcelona el pasado martes, pidieron la independencia de Cataluña. Exactamente eso, aunque algunos de los políticos que salieron a manifestarse el pasado martes, lo que pidieron fue más dinero. A mí no me extraña ni lo uno ni lo otro. Hace muchos años que voy regularmente por allí y me he acostumbrado a que llamen España a todo lo que no es Cataluña (ojo, para ellos Euskadi también es España). También me he acostumbrado, como todo hijo de vecino, a las fagocitosis de sus líderes honorables, sobre todo de un tiempo a esta parte. España, o mejor dicho, el gobierno residente en Madrid, suele callar o minusvalorar el clamor de los catalanes con idéntica prontitud a como accede a negociar (en secreto) cuánta pasta le concede a sus próceres. Era cuestión de tiempo, y una abrupta crisis, que el sentimiento nacionalista se convirtiese en ansia de independencia. 

Yo me sentiría cómodo en una Cataluña convertida en nación siempre que pudiese seguir circulando por allí de igual modo a como circulo por muchos otros lugares del mundo. No tengo ni idea de las consecuencias que ello supondría, pero supongo que el empeoramiento mutuo (dudo que haya mejoría en ninguna de las dos partes) es perfectamente asumible: también es nación Macedonia, y mucho menos poderosa que las cuatro provincias catalanas juntas. Por tanto, si me preguntan, respondo que sí, que Cataluña sea nación, que ya veremos cómo se gestiona ese lío, porque lo de ver a Cataluña como un estado miembro de la UE pasa indefectiblemente por la aprobación en Bruselas del gobierno de Madrid, y a lo mejor resulta que España no acepta y ya está montado el tinglado, esta vez internacional. O a lo mejor no, quizá todo sea mucho más fácil de lo que pensamos y nos llevemos de maravilla, como me llevo yo de maravilla con cualquier catalán, y ahí está mi apellido para corroborarlo. Pero lo que ha de terminar es esta acritud entre lo catalán y lo español, que ha superado todo umbral de tolerancia (he de reconocer que me siento tan absolutamente cansado de ello que lo único que deseo es que me dejen en paz, unos y otros). 

Y si usted, lector, me pregunta si deseo lo mismo para Euskadi, le contestaré que algún día sí, pero hoy no, porque aquí aún sobrevuela cierta necrosis que no acaba de desaparecer del todo, y mientras no suceda tal cosa, mi respuesta seguirá siendo la misma. Aunque a usted mi respuesta le importe un bledo.