viernes, 11 de marzo de 2011

Asuntos de cada día

En mi pueblo, los jóvenes ganaderos de antaño, maduros hoy, crían corderos y terneros como antes lo hicieran sus padres. Ya pasó el uso de piensos que engordaban rápidamente al ganado en ausencia de pastos. Ahora las parcelas están reunidas y son amplias, no tienen limitaciones en cuanto al número de reses que puedan criar, salvo las impuestas por la naturaleza. La prosperidad de estos ganaderos, que abandonaron la agricultura como comercio, sólo depende de la venta de los animales que crían. Trabajan duro y son tan felices (o no) como los demás. 

En la ciudad, hacia las diez de la mañana, muchos comercios abren sus puertas. Es cierto que las grandes superficies ya diezmaron al sector mucho antes de que sobreviniese esta crisis. Pero algunos se defienden con brío. A mí me encantan los mercados de abastos, poesía magnífica del devenir constante de la rutina, con sus exposiciones de verduras, carnes y pescados. Ignoro si cabe aún decir que ostentan la representación del hombre de la calle. Los que trabajan en ella no lo hacen en cubículos ni acristalados despachos. Atienden felices a la clientela porque es su deber y, si lo son o no de verdad, depende.

Este transcurso de la vida también se evidencia en las fábricas, en los talleres, en los gremios, en las oficinas de notarios o abogados, e igualmente en el hormigueo de esos edificios petulantes, repletos de negocios complejos, que divisan la acera desde su imponencia y gallarda presencia. En definitiva, en cualquiera de las muchas maneras que el trabajo humano se manifiesta. No puedo citarlas a todas.

Donde, según mi opinión, nada de todo esto se evidencia es en la especulación y el negocio del dinero, ese elemento creado para dar sentido al intercambio de bienes y permitir a los ciudadanos el acceso el desarrollo de su bienestar a la par que de la economía. Hubo quienes se volvieron maestros en el arte de prestar y de ello hicieron algo más que un motor para las naciones. Ese algo más se transformó en una súbita distancia atroz, insalvable, entre el negocio del dinero y el de todos los demás. Ese algo más ha acabado en forma de una batalla en la que corderos, verduras, yesos, legajos y columnas de opinión como ésta han sido derrotados. No ya por la crisis: también por quienes la generaron, la consintieron y finalmente nos la impusieron, con el solo propósito de que nosotros les pagásemos (literalmente) el resultado de sus codicias y mezquindades. 

Ellos. Nosotros. Yo prefiero estar en el bando vencido.