Me pide una lectora, de las más asiduas, que hable esta
semana del clamor popular que recorre las calles de Irún por el resultado del
juicio a Diego Yllanes. Aunque no puedo compartir ese clamor, estoy muy próximo
al sentir de las gentes que, estos días, se indigna con las conclusiones del
juicio. El suceso espeluzna, por supuesto. Relatado en innumerables ocasiones
desde julio de 2008, causa pavor el conocimiento de los hechos que condujeron al
homicida a matar a Nagore Laffage y, posteriormente, a desprenderse de su
cadáver queriendo, de ese modo, ocultar no solamente el espantoso crimen, sino también
la culpa que le atenazaba la consciencia.
Por una parte, se ha hecho justicia, pues la justicia ha
actuado, guste o no guste el veredicto final. Y, guste o no guste, las
conclusiones del jurado popular se han adoptado de acuerdo a lo establecido en
este sistema. El culpable confeso ha dispuesto de un juicio con todas las
garantías procesales y, a la vista del resultado, le ha sido favorable si
atendemos a las expectativas de pena que se levantaron en su momento. Si se ha
incurrido en errores conducentes a una resolución insatisfactoria, habrá que
pedir explicaciones a quienes lo hayan cometido e intentar subsanarlos la
próxima vez. Pero de momento, deberíamos predisponernos a la conformidad que
supone reconocer que el sistema funciona. Y solamente a eso, pues ya nadie podrá
devolver la vida a Nagore, ni reparar la pérdida que han sufrido su familia y sus
amigos.
Me pregunto si la justicia puede actuar de otro modo frente
a hechos que, como poco, son una monstruosidad. Vivimos tan ensordecidos por la
brutalidad humana, puntual o permanente, que uno ya no sabe de qué manera
enfrentarse a hechos tan repugnantes. Hay que disponer de unas entrañas
férreas, casi titánicas, para asimilar que compartimos las aceras con personas
como Yllanes, capaces de segar la vida de una joven por capricho, al margen del
resto de sus actuaciones aquella noche. Tipejos como él son la amenaza
constante de una gran parte de la población humana, la femenina, sin contar las
aberrantes conductas de quienes, sin agredir o matar, sumergen a la mujer en un
hondo pozo de lástima y dolor, convirtiendo la vida en poco menos que una miseria.
A Nagore ya nadie podrá devolverle la vida. La justicia ha
obrado, e Yllanes pagará la pena que le corresponde. Pero siempre tendrá de mí
el desprecio más firme, y la repugnancia más nauseabunda por su crimen.