jueves, 19 de noviembre de 2009

Juicios populares

Me pide una lectora, de las más asiduas, que hable esta semana del clamor popular que recorre las calles de Irún por el resultado del juicio a Diego Yllanes. Aunque no puedo compartir ese clamor, estoy muy próximo al sentir de las gentes que, estos días, se indigna con las conclusiones del juicio. El suceso espeluzna, por supuesto. Relatado en innumerables ocasiones desde julio de 2008, causa pavor el conocimiento de los hechos que condujeron al homicida a matar a Nagore Laffage y, posteriormente, a desprenderse de su cadáver queriendo, de ese modo, ocultar no solamente el espantoso crimen, sino también la culpa que le atenazaba la consciencia.
Por una parte, se ha hecho justicia, pues la justicia ha actuado, guste o no guste el veredicto final. Y, guste o no guste, las conclusiones del jurado popular se han adoptado de acuerdo a lo establecido en este sistema. El culpable confeso ha dispuesto de un juicio con todas las garantías procesales y, a la vista del resultado, le ha sido favorable si atendemos a las expectativas de pena que se levantaron en su momento. Si se ha incurrido en errores conducentes a una resolución insatisfactoria, habrá que pedir explicaciones a quienes lo hayan cometido e intentar subsanarlos la próxima vez. Pero de momento, deberíamos predisponernos a la conformidad que supone reconocer que el sistema funciona. Y solamente a eso, pues ya nadie podrá devolver la vida a Nagore, ni reparar la pérdida que han sufrido su familia y sus amigos.
Me pregunto si la justicia puede actuar de otro modo frente a hechos que, como poco, son una monstruosidad. Vivimos tan ensordecidos por la brutalidad humana, puntual o permanente, que uno ya no sabe de qué manera enfrentarse a hechos tan repugnantes. Hay que disponer de unas entrañas férreas, casi titánicas, para asimilar que compartimos las aceras con personas como Yllanes, capaces de segar la vida de una joven por capricho, al margen del resto de sus actuaciones aquella noche. Tipejos como él son la amenaza constante de una gran parte de la población humana, la femenina, sin contar las aberrantes conductas de quienes, sin agredir o matar, sumergen a la mujer en un hondo pozo de lástima y dolor, convirtiendo la vida en poco menos que una miseria.
A Nagore ya nadie podrá devolverle la vida. La justicia ha obrado, e Yllanes pagará la pena que le corresponde. Pero siempre tendrá de mí el desprecio más firme, y la repugnancia más nauseabunda por su crimen.