Peculiar es el debate del aborto, por las muchas emociones
encontradas que arrastra. No me apetece reflexionar sobre si es “posible,
razonable y necesario” el cambio legislativo al que se refería esta semana la
innecesaria ministra de Igualdad. Doy por hecho que se puede cambiar. Lo de
razonable dependerá de la opinión de cada uno. Y la necesidad supongo que
atiende a razones sociales.
Dejaré de lado que no entiendo por qué es un asunto de
Igualdad y no de Justicia. Me centraré en aclarar, siquiera en lo que a mí
respecta, el debate social, que por su vasto impacto, acaba perdiéndose en
cuestiones que poco aportan. Me parece aburrido porfiar si la vida comienza en
la fecundación del óvulo, la mitosis del cigoto en veinte partes, o en la
existencia de un feto viable y capaz de soñar con androides. Prefiero pensar que
una madre decide abortar porque no desea tener al hijo concebido, o nasciturus.
Fíjense que estoy evitando decir que una madre que aborta está matando a su
hijo. Muchos lectores me empujarían a esa discusión sin final de cuándo hay
vida y cuándo no. Y todo porque el verbo matar es tremendo. Podemos matar un
cordero o una mosca. Lo de matar a un hijo suena tan brutalmente execrable que
buscamos continuos malabares para evitar esa palabra. Y de ahí lo del cigoto,
lo del feto viable y demás historias pesadas. Sin vida, no hay nada que matar.
Personalmente, la cuestión del verbo matar me parece baladí
en este asunto. Prefiero ocuparme de los hechos que están ahí y son
inevitables. Las mujeres abortan cada vez más. Las razones legales, las
conozco. Las reales, las ignoro. La ley ampara a la mujer que aborta legalmente.
Pero no promueve el aborto. La vida del nasciturus se encuentra protegida por
el artículo 15 de nuestra Carta Magna, si bien tal derecho cede en ocasiones
ante los intereses legítimos de la embarazada. Y de eso se trata todo. De
delimitar hasta dónde llega la confrontación de intereses. De decidir cuándo
terminar con la vida de un nasciturus es o no es delito.
El aborto es una realidad social, y, guste o no, las leyes
han de adaptarse a esa realidad. Esta sociedad avanza demasiado deprisa, las
normas estrictas enseguida quedan obsoletas. Por eso vemos variar el concepto
mismo de delito, acogiéndose al cambio social. Por eso me resulta tétrico
imaginar un país donde noventa mil mujeres deambulen temerosas entre sombras,
con la mancha del aborto en sus vidas, y miles de dedos acusándolas de asesinas.
Como tétrico me resultaría imaginar ese mismo país donde el aborto no es delito
en ningún caso, y se desoye e insulta a quienes piden respeto por la vida.
Si en este asunto nadie queda finalmente
satisfecho, significará que no solamente se ha atendido a una de las partes.