En la casa más blanca del planeta, donde sus albos colores
comienzan ya a pigmentarse del negro color de la piel de su nuevo rey, ha
llegado la esperanza. Su oratoria es inmaculada, salpicada de tonos esperanza y
tintes épicos, como si ese rey nuevo, a cuya coronación asistió enmudecida
medio planeta, estuviese decidido a escriturar una de las mayores gestas jamás cantadas.
Ésta contiene todos los elementos que gustan al pueblo, sediento como está de héroes
y aventuras de verdad. De tanto vivir acobardado y avergonzado con las andanzas
de un reyezuelo maligno, despiadado y déspota, que había convertido el trono
solemne en un trono cruel, el pueblo casi se había olvidado de soñar.
Ha llegado la esperanza, por tanto, a un reino que se
construyó sobre principios y conceptos que han sido olvidados por el nuestro,
más antiguo y maduro. Unos principios que lo convirtieron en la más poderosa
nación del planeta. Unos principios que une a todos, con independencia de su
ideología, raza, procedencia o religión. Por ello, sus adversarios le aclaman y
sus enemigos le respetan. Aún no ha comenzado a reinar, y su cantar ya concita
el disfrute de los más encumbrados sueños románticos.
Quien esta columna escribe, con mayor o menor acierto, no
deja de ser un simple peón, blanco o caucásico, que mira toda esta aclamación,
por no decir canonización secular, con cierta distancia. No siento ese
magnetismo hechizante y fascinador del nuevo rey, pues bien sé que otros reyes
hubo antes cuyo brillo se apagó de inmediato, e incluso el villano de nuestra
historia también puede decir que fue en su momento aclamado por el pueblo. Y si
no siento ese magnetismo ni me quedo prendado de la oratoria maravillosa de
quien espero que se convierta en un gran líder, es por una sencilla razón. La
política, el mundo en el que este humilde peón vive, es real, y la realidad no
se narra en épica de gestas, sino en la prosa árida y áspera de los resultados.
El mundo está ansioso de resultados. Yo mismo estoy ansioso de resultados. No
me gusta el mal actual que se cierne sobre nuestra sociedad, ni la palabra
recesión, ni tantas otras palabras que dicen lo mismo de otra manera. Quiero
que las cosas cambien, que los problemas económicos se resuelvan. Pero también que
se acaben las guerras y tanto hacer el idiota escudados en los intereses
comerciales, que siempre sabemos que son interesantes para unos pocos. En poco
me estimaría si únicamente me quedase con el sueño de las posibles glorias
cantadas.
Además. Hay una cosa que me desconcierta en
tanto halago y tanta expectación. ¿Alguien cree, de verdad, que ese rey negro
va a resolver los problemas de otros reinos que, como el nuestro, no son el
suyo?