viernes, 11 de abril de 2008

Estado y eutanasia

El debate sobre la eutanasia tiene ida y tiene vuelta. Flujo y reflujo, como las mareas. Recientemente abierto en Francia, y en toda Europa, por el suicidio de una mujer. Una mujer deformada por un tumor progresivo e incurable. Los jueces impidieron que fuese el Estado quien coadyuvase a lo que, sin duda, debió suponer un ejercicio formidable de voluntad. Quitarse la vida.
La eutanasia divide a las gentes. Cierto. Tropieza con la iglesia. Tropieza con muchas sensibilidades. Dicen los críticos a la eutanasia que la vida es un bien digno de protección. Que está por encima de cualquier otra consideración. Y que el Estado ha de protegerla. Que no ha de tener en cuenta la reiterada y obstinada voluntad de morir de las personas. No recuerdo caso alguno en que se solicitase morir por capricho obvio. Siempre han sido pacientes terminales, incurables, sometidos a atroces torturas. Se alude a la obligación de impedir comportamientos totalitarios y eugenésicos, como los del nacionalsocialismo alemán. Esto supone asumir que la actitud frente al dolor íntimo de un ser humano, que lucha contra su destino, está vinculado a la actitud de todos frente al dolor aberrante de ver mancillados los derechos humanos. Inconcebible parece a estas alturas de la Historia, pero todavía se esconde ese terror al acecho.
No creo que se trate de una discusión sobre la libertad personal. Ni sobre el valor de los derechos fundamentales. Éstos se rubrican en cartas magnas que luego muchos gobiernos incumplen sabedores de la pasividad diplomática restante. La cuestión es otra. Con la eutanasia hablamos de disposiciones que establecen los individuos respecto a su valor más íntimo, en una situación de indefensión tan extrema que parece, ante todos, objetivamente insostenible. Porque esta disposición sobre la propia vida, la de ejercer dejación sobre ella misma, es un hecho muy anterior a cuantos acuerdos hayan derivado en consensos sociales, libertades y derechos. Tan anterior, que Chantal Sébire, una mujer monstruosamente afectada de desesperanza, vence la inercia genética a seguir viviendo e ingiere una cantidad mortal de barbitúricos. Nadie cuestiona su íntima renuncia final. Pero eso sí, la cuestionamos antes. A ella y a quienes se enfrentan, sin capacidad para realizarla, a la decisión más terrible. Cuando están vencidas y rotas todas las esperanzas (que jamás son infinitas). 

Con esta negación, el Estado, que defiende los derechos suscritos en la Historia, evita cualquier atisbo de contradicción. Le basta con desoír la voluntad de quien considera que ya no queda nada por hacer. Al Estado le basta, en realidad, con asistir al debate ciudadano, de ida y de vuelta, sobre si la eutanasia es o no una mera imploración.