Durante siglos, las estructuras sociales y políticas de Occidente se fueron construyendo sobre cimientos que podríamos calificar de muy firmes: instituciones estables, normas claras de educación y convivencia, y una idea de progreso que se sostenía desde la razón y el compromiso colectivo. La historia del último siglo, sin embargo, ha contemplado la disolución prácticamente absoluta de esas estructuras. Lo que en algún momento (ciertamente controvertido) fue celebrado como la emancipación del individuo frente a las rigideces de la tradición, ha terminado por convertir la vida pública en un espacio dominado por la volatilidad del pensamiento, la más descarnada ceguera cortoplacista y, sobre todo, el predominio de las emociones como sustento de las ideas. Esta conversión, que muchos observamos como un retroceso inobjetable de la propia sociedad, sigue siendo, empero, jaleada por enfervorizadas masas de ciudadanos que, autonominándose de izquierdas, y no pocas de una derecha más bien socialdemócrata, han convertido el futuro inmediato en un tránsito fugaz hacia el más distante, que será el que permanezca otros cien años.
Es en este marco de inestabilidad cultural y filosófica, y no en ningún otro proveniente de las injusticias sociales o el obsceno capitalismo rampante, aunque tendría algún sentido que así fuera, donde se inserta la deriva de buena parte de esa izquierda contemporánea que tan asumido tiene situarse en un espacio de superioridad moral, humana y política. Lo que, otrora, fue un movimiento que aspiraba a la igualdad y a la justicia social se ha convertido en un espacio ideológico que tolera y celebra el caos, que normaliza la violencia siempre que provenga del bando correcto (o sea, el suyo) y que confunde solidaridad con complacencia.
La izquierda actual denuncia con fuerza los abusos de gobiernos democráticos como el de los Estados Unidos o Israel, pero guarda silencio ante los muchos regímenes autoritarios declarados por sí mismos antiimperialistas. Ha sido capaz de justificar las agresiones de Putin contra Ucrania; ha cerrado filas en defensa de dictaduras como la de Maduro, aun cuando éstas han destruido la economía y la libertad de millones de personas. En las democracias occidentales, sectores radicalizados no dudan en intimidar o incluso asesinar a voces disidentes —como ha ocurrido en Estados Unidos con figuras que cuestionan la ortodoxia progresista— mientras se presentan como defensores de la tolerancia.
Lo del antisemitismo de la izquierda no tiene nombre, aunque bien cierto es que vivimos una era en la que el poco nombre que les quedan a los asuntos se encuentra en el olvido de los tiempos. Esta animadversión por Israel, un país que ha de luchar constantemente por su propia supervivencia frente a las teocracias islámicas más retrógradas del planeta, ha devenido el grito de guerra oficial de la izquierda española, que se pavonea de su humanismo al tiempo que agita banderas de Hamás en las plazas públicas. Se siente fuerte y amparada por la actual (y demencial) política de Estado. Las escenas nos retrotraen a tiempos infaustos de un pasado no tan lejano: hordas de progres coreando consignas homicidas, bloqueando calles, y poniendo en riesgo la vida de ciclistas (no solo de los israelíes) porque la ruta de la carrera pasa por su feudo ideológico. Cataluña y el País Vasco, en España, simbolizan este festival de los horrores nacionalistas, con el viejo odio tribal hacia España reciclado en fervor palestino. Me pregunto por qué, en lugar de arremeter contra los ciclistas israelitas, no acuden todos ellos también en barquitos a servir de parapetos de Hamas frente a los ataques de Israel... Qué torpe soy: sé muy bien la respuesta. A esa izquierda que comprende filoetarras y sus secuaces y apoyaderos, les encanta matar ellos, no ser matados, en las causas que persiguen.
La izquierda española no defiende la libertad de los palestinos —que no la tienen ni tampoco la han pretendido— sino su propia cruzada contra el Occidente al que pertenecen. Son como ese hijo o sobrino adolescente, insoportable e insufrible, al que uno desearía agarrar por el cuello y zarandearlo hasta quedar extenuado, porque ni sabe, ni entiende, ni quiere saber o entender nada (pero luego, indefectiblemente, te pide dinero para hacer su vida). Por eso prefieren mirar a otro lado cuando Putin arrasa Ucrania o cuando los islámicos asesinan a cristianos en África, pero al primer bombardeo israelí se arrancan las vestiduras y exigen tribunales internacionales. Su preocupación por los derechos humanos es selectiva. Y, como el adolescente intragable que mencionaba hace unos instantes, mientras tanto, siguen ordeñando al Estado español con una mano y justificando a dictadores con la otra. Israel, guste o no, es la única democracia de la región y no puede permitirse perder: perder equivaldría a desaparecer. Que les moleste es comprensible; pero que algunos gobiernos de Occidente les haga coro es la parte obscena de toda esta farsa (no hablo del nuestro: nuestro Gobierno es una farsa desde el primer minuto).
El mismo patrón se repite en la política climática: en lugar de promover una transición energética racional, que proteja a los más vulnerables y revitalice la salud de las empresas y de los hogares, se obstinan en implementar medidas que tienen la sola consecuencia de encarecer la vida cotidiana de las clases medias y bajas, empobreciéndolas en nombre de una causa supuestamente superior. No se trata solo de una obsesión de la izquierda: en Bruselas, en los cuarteles de la Unión Europea, aburridos funcionarios y grises políticos buscan maneras cada vez más enloquecidas y creativas de empobrecernos a todos para salvar el planeta. Nunca han pisado un país de Oriente Medio o de lejano Oriente, y dudo mucho que quieran hacerlo si no es para ir de turismo a las paradisíacas playas de Malasia o Tailandia. Les da lo mismo. Ellos son leales a su fantasiosa imaginación, arrastrándonos a todos a la extinción de un planeta que, paradójicamente, pretenden salvar. Con la inmigración sucede algo parecido: el discurso se centra en abrir las fronteras sin distinción, ignorando los costos sociales, culturales y de seguridad de incorporar de forma indiscriminada a quienes no comparten —o incluso rechazan— los valores democráticos. Sobre este tema hablaré otro día, hoy se me acumulan las evidencias.
La izquierda ha sustituido el análisis racional por la emoción como criterio rector. No importa si los datos muestran que una política es contraproducente: si puede enmarcarse como progresista, debe aplicarse y, quienes objetan a ella, son todo filofascistas o ultraderecha, no importa lo que voten o dejen de votar. Es como una retroalimentación endiablada que surte efecto porque son ellos los que gobiernan o, mejor aún, los que deciden. Al final, la papeleta que llamamos voto, solo es un resumen reduccionista del tipo "ellos contra nosotros". De ahí que la objetividad sea vista con desconfianza, sobre todo si parece dar argumentos a la derecha. La discusión pública se vuelve el tribunal moral donde el que disiente es señalado como enemigo, racista, fascista o negacionista a combatir. Lo extraño es que no confiesen que les gustaría vernos muertos cuanto antes.
Digo lo anterior porque este es el marco ideológico que ha llevado a una peligrosa banalización de la violencia, a un desprecio creciente por la libertad de expresión y a la erosión de los consensos que permitieron la convivencia democrática durante décadas. Si todo es relativo, si la verdad depende del relato de cada colectivo, y algunos colectivos son más colectivos que otros, como diría Orwell, entonces nada puede sostenerse de manera duradera y cualquier imposición, por radical que sea, puede justificarse en nombre de la justicia social.
El desafío de nuestro tiempo está muy claro: recuperar un terreno común donde el disenso no sea criminalizado y donde la razón tenga más peso que el grito. No se trata de regresar a una modernidad sólida y petrificada, sino de reconstruir un espacio de debate donde las causas justas no se conviertan en excusa para la violencia ni en coartada para la tiranía, como actualmente pasa en España y en mucos otros lugares del mundo. Para ello, la izquierda debería volver a leer otro poco, a no dejarse llevar por sus ínfulas de grandeza, saber hacer números y recuperar su papel histórico como motor de libertad, igualdad y progreso para todos. No lo van a hacer, ya se lo digo yo (vean, si no, los nombres propios asociados a ella en el proscenio político español; pues eso).