Tenía siete años cuando mi abuelo materno falleció un 12 de
octubre. En Zaragoza eran fiestas y nos habíamos venido al pueblo unos días
antes. Aquella noche mis hermanos y yo dormimos en casa de mis tíos. Llovía a
mares. Cuando bajamos a casa, atravesando el pueblo por la calle que cruza la
plaza de arriba abajo, pisoteando barro y charcos y suciedad de animales, mi
tía nos dijo que nuestro abuelo estaba durmiendo. Cuando llegamos encontramos
un montón de gente apostada en el porche, el vestíbulo y todas las habitaciones
del piso inferior de la casa. El burro y las vacas pacían en las pesebreras del
corral. Mi primo los atendía y echaba de comer.
Yo no entendía nada ni sentía pena. Veía llorar a mi madre,
a mis tías, por supuesto que a mi abuela también, pero no descubría en mi
interior causa que me hiciese compartir toda aquella tristeza. Mi abuelo era un
señor mayor que se había pasado los dos últimos años enfermo. Estar encerrado
con tanta gente, que no dejaba de rezar el rosario y murmurar, sin hacernos
caso a mis hermanos o a mí, me aburría. De tanto en cuando, bajaba a hablarle
al burro y a acariciarle las orejotas. No dejaba de llover y hacía frío. Pero
aquel momento parecía importante y yo me sentía absorto: presenciaba algo que
no comprendía bien, pero que debía tener su importancia. Mi abuela lloró
amargamente, como nunca he vuelto a contemplar, en el momento de cerrar el
féretro. Había acabado queriendo al hombre con quien la obligaron a desposar
siendo casi niña.
Mi abuelo fue enterrado aquella tarde lluviosa del 12 de
octubre de 1976. Fue el primero de la familia materna en quedar sepultado bajo
las pedregosas tierras del camposanto del pueblo. Después lo harían todos los
demás hasta desaparecer la familia poco a poco. Mi abuelo paterno, un catalán
emigrado a Salamanca, había fallecido años antes, en 1970, y enterrado en la
capital, pero de él jamás he recordado nada que no fuese el apellido o algunas
fotos. Es curioso, mis raíces maternas han sido más profundas y han larvado con
más tesón mi personalidad, pero lo que prevalece ante la sociedad civil es mi
primer apellido, el de mi abuelo paterno y el de mi padre, quien por cierto yace enterrado
aquí en mi pueblo, acompañando a su familia política, desde hace cuatro años,
también por estas fechas.
El día del Pilar es de amargos recuerdos. Los de la vida.
Los que necesito para entender las cosas que sí son importantes. Creo que ayer
hubo ruido en España. Pero no me importó.