No voy a hablar de Trump. Me gusta establecer distancia
con las noticias, al menos una semana, y todo el planeta está hablando del
inefable 45 presidente de los EEUU. Tienen suficiente alimento para unas
cuantas jornadas. Hoy quería hablarles de la niña que, con 12 años, falleció
hace días de coma etílico.
El botellón. Beber mucho alcohol en la vía pública.
Normalmente malo (barato). Mucho y malo es contrario a cualquier expresión
cultural. No es lo mismo tomar un gintonic en la sobremesa de una comida de
negocios o de una reunión familiar, que beber diez gintonics (o más) en una
boda hasta caer al suelo. En el primer caso, podemos hablar de disfrute
racional (consumo moderado). En el segundo caso, no estoy seguro. Nunca me
atrajo el concepto de “pillar borracheras”, por eso nunca lo hice, pero que algunos probos padres de familia
hablen ufanos de sus homéricas curdas, siempre de antaño, ha de significar
algo. Si la cuestión es quitar hierro y aceptarlo, no tengo mayor problema.
Pero, ¿qué se dice cuando una niña de 12 años, por desarrollada que esté,
pierde la vida en una de ellas?
La palabra más repetida para calificar la noticia ha sido
“increíble”. En realidad, lo increíble es que no pase muchas más veces. Mi
abuela, mujer de primeros del siglo XX, cuando veía estas noticias siempre
preguntaba: “pero, ¿y los padres?”. Me pregunto si, como decía la semana
pasada, ven lo que sucede, pero ya no pueden hacer nada (por ser demasiado
tarde). Hay quienes se encogen de hombros: “admítelo, las niñas de 12 años no
son niñas, son adolescentes”. Otros se llevan las manos a la cabeza: “es
inconcebible”. Al final resulta que la corriente es poderosa: unos y otros
anhelan que tal cosa no suceda a sus hijos en el presente o el futuro. Existe
el temor hacia la maligna corriente que parece querer arrastrar a todos sin
remedio.
Beber hasta morir a los 12 años es una barbaridad y, el
resto de padres (porque los padres de la niña bastante tienen ya con sufrir)
debería pensar que la dejación diaria o sobrevolar por la estratosfera cuando
toca inculcar valores y conducta a los hijos, conlleva estas consecuencias. La
lucha es ingrata porque los hijos no son nuestros: se los lleva la vida y
disponen de su albedrío, lo mismo que hicimos nosotros. Pero tengo la seguridad
de que mucho más ingrato, por ominoso, es contemplar el cadáver de tu hija de
12 años tras varios avisos etílicos previos a los que no se puso ni intentó
poner remedio alguno.