Al día siguiente de votarse en el Reino Unido lo del
Brexit, escribí a uno de mis mejores amigos, que es inglés (y europeo). “Esto
lo va a cambiar todo”, le dije. Me respondió: “Y yo acabo de aterrizar de
Suecia y me encuentro en medio de esta estupidez; un 2% de la población va a modificar
mi trabajo y mi vida”. En realidad no se trata de un 2%, sino de un 36%, que es
el total de los votantes que dijo sí al Brexit hace unas semanas. Los restantes
dijeron que no o se quedaron en casa.
Me quedo con su descripción. Una estupidez. A veces las
sociedades deciden estúpidamente. ¿Democráticamente? La gente tiene derecho a
opinar, sí, y tanto, que en estos tiempos de precipitación social lo que se hace es
opinar sobre cualquier cosa y de inmediato. También tenemos la obligación de
callar y aprender de quienes saben más, pero para ello hay que empezar por
asumir que uno no sabe de todo. Una respuesta sensata a una pregunta insensata
como la del Brexit hubiera sido mandar a la m*** a los políticos. Si el pueblo
no decidió el ingreso en la UE, ¿por qué ha de decidir sobre su salida,
verdadero manantial de extremismos, populismos y otros ismos? Triste caso el
del Reino Unido: ha liderado el mercado único, los acuerdos de libre comercio,
los acuerdos climáticos… tantos y tantos temas de importancia para el futuro y,
de sopetón, castigo de idiotas, ha optado por la calamidad. Su política es un
paisaje en ruinas. Incluso mi amada Escocia se siente engañada.
En España, algunos de los más obcecados con la salida de
la UE son quienes más han dependido de ella y de sus fondos estructurales y de
convergencia. Me niego a creer que la desafección europea provenga del miedo
(¿qué miedo?) a la inmigración o la pérdida de capacidad para tomar decisiones.
No podemos ser tan demenciales en pleno siglo XXI. Pero es cierto que las bazas
del fanatismo recorren toda Europa y, salvo en España, donde han sido bruscamente
sajadas en las últimas elecciones, se trata de un tema de honda preocupación.
Quiero creer que la UE aprovechará este momento de flaqueza, reorientará
su política (al menos la de comunicación y por supuesto sus intervenciones
económicas en los estados miembro que las pasen canutas) y emprenderá un camino
distinto desde donde ejecutar mejor (¡mucho mejor!) sus actuaciones. Porque no
hay más opción: o aprovechamos la debilidad y nos fortalecemos, o veremos cómo un
fantasma recorre y devora Europa. Y no precisamente el del comunismo…