Hace unos días discutí con un colega que trataba de explicarme
su punto de vista sobre el asesinato del piloto jordano de 26 años quemado vivo
por el Estado Islámico y cuya ejecución, emitida en vídeo a través de Internet,
él había presenciado la noche anterior de madrugada: tan fuerte era su necesidad
de disponer de una percepción objetiva de cuanto había pasado, que lo
espeluznante de la muerte por cremación del joven militar se hallaba relegado a
un segundo o tercer plano.
No escatimó literatura al describirme con detalle toda la
ejecución: la angustia y el dolor de la agotada víctima; la presencia fantasmagórica
del ejército uniformado y apostado sobre unas ruinas aledañas; la morosidad de
todo el proceso, ahondada fílmicamente con el uso de la cámara lenta; el despiadado
verdugo que enciende un reguero de gasolina hasta el cuerpo empapado del
infeliz aviador; las llamaradas que lo asolan hasta acabar con su vida; las
rocas con que sepultaron el cuerpo carbonizado… Sin necesidad de ver el vídeo,
este colega me hizo partícipe del horror como si lo hubiese contemplado allí
mismo en directo.
En ningún momento fui capaz de apreciar otra cosa en sus
palabras que la monstruosa morbosidad de ver morir a un semejante. Estoy
convencido de ello; me parecía abominable que insistiese tanto en superar la
atrocidad de una muerte horrorosa e inútil, convertida en exhibición como si
viviésemos en plena Revolución Francesa o en tiempos de la Inquisición. Quiero
pensar que decía todo aquello porque, en verdad, aquella ejecución le había
herido en lo más hondo, y de ahí la necesidad de proclamar con vehemencia todo
ese disparate de la necesidad vital y de ver con ojos desnudos la realidad, por
encima de los sentimientos de solidaridad con la víctima. Y tengo el
convencimiento de que esta actitud, repetida en todos y cada uno de los
testigos que presenciaron el horror desde sus casas, es lo que consiguió engreír
a los repugnantes terroristas. Como dije a mi interlocutor, todo el argumentario
dialéctico se viene abajo al comprobar que lo filmado no fue otra cosa que un
guion meticulosamente escenificado con infecta teatralidad. El vídeo no es
falso porque no muestre la realidad, es falso porque la tuerce y crea de forma
macabra según lo dispuesto por sus artífices.
Angustia pensar que haya gente capaz de interesarse antes por
este espectáculo (y lo que significa) que por el respeto que nos merece lo más
íntimo del ser humano: su muerte.