viernes, 20 de febrero de 2015

La repugnancia de lo real

Hace unos días discutí con un colega que trataba de explicarme su punto de vista sobre el asesinato del piloto jordano de 26 años quemado vivo por el Estado Islámico y cuya ejecución, emitida en vídeo a través de Internet, él había presenciado la noche anterior de madrugada: tan fuerte era su necesidad de disponer de una percepción objetiva de cuanto había pasado, que lo espeluznante de la muerte por cremación del joven militar se hallaba relegado a un segundo o tercer plano.
No escatimó literatura al describirme con detalle toda la ejecución: la angustia y el dolor de la agotada víctima; la presencia fantasmagórica del ejército uniformado y apostado sobre unas ruinas aledañas; la morosidad de todo el proceso, ahondada fílmicamente con el uso de la cámara lenta; el despiadado verdugo que enciende un reguero de gasolina hasta el cuerpo empapado del infeliz aviador; las llamaradas que lo asolan hasta acabar con su vida; las rocas con que sepultaron el cuerpo carbonizado… Sin necesidad de ver el vídeo, este colega me hizo partícipe del horror como si lo hubiese contemplado allí mismo en directo.
En ningún momento fui capaz de apreciar otra cosa en sus palabras que la monstruosa morbosidad de ver morir a un semejante. Estoy convencido de ello; me parecía abominable que insistiese tanto en superar la atrocidad de una muerte horrorosa e inútil, convertida en exhibición como si viviésemos en plena Revolución Francesa o en tiempos de la Inquisición. Quiero pensar que decía todo aquello porque, en verdad, aquella ejecución le había herido en lo más hondo, y de ahí la necesidad de proclamar con vehemencia todo ese disparate de la necesidad vital y de ver con ojos desnudos la realidad, por encima de los sentimientos de solidaridad con la víctima. Y tengo el convencimiento de que esta actitud, repetida en todos y cada uno de los testigos que presenciaron el horror desde sus casas, es lo que consiguió engreír a los repugnantes terroristas. Como dije a mi interlocutor, todo el argumentario dialéctico se viene abajo al comprobar que lo filmado no fue otra cosa que un guion meticulosamente escenificado con infecta teatralidad. El vídeo no es falso porque no muestre la realidad, es falso porque la tuerce y crea de forma macabra según lo dispuesto por sus artífices.
Angustia pensar que haya gente capaz de interesarse antes por este espectáculo (y lo que significa) que por el respeto que nos merece lo más íntimo del ser humano: su muerte.