A mi regreso del puente, he disfrutado el asombro de una
meseta castellana sembrada de blanco níveo. Bajo la luna creciente, sobre los
sembrados, y también sobre las hojas perennes, la nieve caída parecía esperar a
ser desmotada. Y ante este cuadro de poetas y lienzos que huelen a navidad, fue
transcurriendo mi viaje.
Lo inicié con una reflexión, otra más, una de muchas, sobre
el horror y el padecimiento sufridos en Euskadi no hace tantos días. No un horror
nuevo. Ni un padecimiento nuevo. Lo sé. Pero trato de afrontarlo como si se
tratase de un terror recién nacido, no sea que en nuestra habituación encuentre
acomodo. Para las familias que padecen sus consecuencias, el horror solamente
tiene una palabra. Para quienes observamos el sufrimiento, ha de ser tan pesaroso
como lo fue aquél cuyo primer zarpazo aparece aún en las hemerotecas. De tal cualidad es la condición
humana. Nuestras pérdidas son intensas y nada las repara. Bien podríamos decir
eso mismo de la condición social. Si permitimos que el horror se convierta en
hábito, acabará apelmazado como nieve caída. Y entonces nos limitaremos a pisar
por encima con cuidado, para no resbalar.
Se me antoja extraña la proliferación de opiniones
políticas, y no políticas, que miran, desde el silencio y la cohabitación, el
estigma de terror y miedo que, de tanto en cuando, aparece en este país. Ese silencio
parece rehuir tanto el rechazo, que es nuestro dicterio y escupitajo ante el
terror, como el aplauso, con los que honramos a nuestras víctimas. Qué extraña
vida ésa. Silenciarlo todo ora por costumbre, ora por recelo. Y qué extraña
libertad ésta. Parece extraída de un relato del far-west, cuando los hombres usaban
armas en un mundo sin ley.
El nuestro, en pleno siglo XXI (conviene
recordarlo), está ubicado en la vanguardia del planeta (conviene no olvidarlo).
No es un mundo sin ley. Ésta nos sobrevino, de repente, hace exactamente 30
años. Y fue escrita en una colección de artículos que llamamos Constitución. La
escribieron ciudadanos nacidos nuevamente en la libertad. A la postre, parece
que solamente ha servido para emancipar las disonancias del núcleo familiar,
desde donde se les dio a éstas la oportunidad de ser libres. Y digo parece,
porque la realidad es más profunda, pero no demasiado más. Y esa ley que, desde
hace 30 años, proclama libertades, aún se las tiene que ver con matones que
especulan sobre sí mismos amarrados al vergonzante lenguaje del terror. Y con
silencios. Y con desvergüenzas. Incluso con proclamas políticas de dudosa
legalidad. La Constitución es esa vasta región de tierras por donde
transitamos. El terror, nieve sobre la tierra fértil. Pero no una nieve blanca.
Sino una nieve sucia y muy roja.