jueves, 29 de enero de 2009

Tocar a muerto


Este domingo pasado, en la más fría tarde que recuerdo de este frío y largo invierno, enterramos en mi pueblo, allá en las Arribes del Duero de Salamanca, a un familiar muy querido. Tan intenso era el frío, que los terruños del camposanto con que se iba cubriendo el féretro parecían resonar contra la madera como bolas de hierro. En mi pueblo, aún se da sepultura a los muertos. Mi pueblo es, de alguna manera, un rincón de esa España rural, pobre y olvidada por el tiempo, que se va muriendo con sus gentes, y donde poco a poco no quedará otra cosa que el silencio. El mismo silencio roto este pasado fin de semana por las campanas de la iglesia, cuando tocaron a muerto.
La hermana mayor de mi madre, descansa ya en la tierra donde nació. En una ocasión escribió mi hermano, mejor articulista que yo, en algún otro diario, que la muerte no es una derrota, pues contra ella no hay posibilidad de victoria. Nos amedrenta y nos asusta, nos sobrecoge y humaniza. Es al mismo tiempo destino e impulso. Mi tía, hasta el último instante, pese a sus horribles padecimientos, se aferró a la vida. Como si quisiera decirnos con su esfuerzo por vivir cuál es el sentido real de la existencia. No importa el dolor del cuerpo, aun acechado por una horrible enfermedad. No importa el sufrimiento que conlleve. Importan los momentos de amor por los tuyos. Hasta el último aliento.
Estos meses atribulados que nos toca vivir, repletos de guerras y crisis e incertidumbres, algún día pasarán y llegarán otros. Nos preocupamos del presente porque lo identificamos con la existencia, pero tanto el pasado (lo aprendido) como el futuro (lo que hemos de aprender) forman parte de ella. El ser humano, para lo bueno y lo malo, es dinámico, creativo, ingenioso y fértil. Destruye los caminos transitados para construir encima unos nuevos. Se alimenta de las hojas del calendario que van cayendo. Sustituye unos momentos por otros, y cuanto más construye, con más levedad cubre la persistencia de la memoria. Pero somos el tiempo en que vivimos, y en ese tiempo, entre el nacimiento y la muerte, alcanzamos cuanto somos. Lo mismo usted, que yo, que el otro. Si hay algo que dignifique nuestra vida, es el respeto inmenso por quienes ya se fueron.
No me gustan los consuelos que se escuchan cuando las campanas doblan. No creo que necesitemos reconfortar nuestra pena, sino muy al contrario, ahondar en ella y reflexionar. El ajetreo ordinario nos aparta de estas cuestiones humanas. Si nos apeamos de los instantes de duelo, nos apeamos del sentido de la vida. Al menos tal fue mi pensamiento mientras observaba cómo unos terruños helados golpeaban en las maderas de mi pasado, advirtiéndome con ello cuál ha de ser mi futuro