viernes, 17 de mayo de 2024

Cantantes y nereidas

Siendo Israel un país con abundantes extensiones de desierto en la superficie que ocupa, me preguntaba (un tanto bizantinamente) qué clase de ninfa correspondería mejor a su árida característica: las nereidas acostumbran a pasear por los mares con su cola de pez y su cuerpo perfecto de mujer (son confundidas frecuentemente -tal vez, casi siempre- con las sirenas, monstruos de cola de pez y cuerpo de ave); las náyades habitan ríos y fuentes; las dríades moran los bosques; las sílfides viven en el aire y erran por entre los rayos de sol; las oréades pueblan las montañas; las hénides viven en las praderas… He visto algunas fotografías de la cantante que participó representando a Israel en el afamado festival canoro donde, año tras año, muchas televisiones europeas (y asimiladas) compiten para dilucidar quién envía la basura musical más grotesca (un apartado en el que España despunta como ninguna). Las he visto en la prensa porque, aprovechando una sinécdoque estrambóticamente perversa, a esa cantante, por ser israelita, las ingentes huestes de idiotas que en el mundo viven no han perdido oportunidad de abuchearla, inanes al arte que desprendiese, pues no le faltó elegancia y, al decir de muchos, profesionalidad. Por su nacionalidad, diría que la joven encarnaba preciosamente la simbología de las nereidas, y más aún la de las sílfides. Agua (poca) y aire (mucho) contemplan la breve historia de Israel y la más luenga del pueblo judío, el mismo que inventó el concepto de dios que perdura hasta nuestros días.

Hay quienes se sorprenden de tamaña degradación moral en Europa (y Estados Unidos, no lo olvidemos: es donde se inventaron todas las majaderías actuales, no solo las hamburguesas infectas y los aifones dispendiosos). Es tan profunda y se halla tan extendida, que muchos librepensadores otrora perspicaces se han adherido absurdamente a tan séptica doctrina. Son muchas, repito, y parecen todas juntas una caterva de monos enloquecidos: repugna ver a ciudadanos libres y democráticos aplaudir y vocear las consignas propugnadas por el antisemitismo islámico, esa basura teocrática y ponzoñosa que predica el islam desde el terrorismo más atroz. Uno acaba siempre hablando en este espacio de los mequetrefes ministriles de este gobierno de locos que tenemos, pero resulta tan inevitable como indignante reseñar que en los escaños azules acomodan sus posaderas unos tipejos (y tipejas) que aplauden con ínfulas de moralidad ejemplarizante toda la puta bazofia propagandística de Hamás. Claro, que la ONU hace lo mismo. 

A mí, ciertamente, me trae sin cuidado que las fluideces no binarias transexológicamente estúpidas acaparen certámenes musicales, películas, series de televisión, incluso que se arroguen el derecho a reescribir la historia como mejor se les acomoda en las meninges. Cualquier día llegan los moros de armas tomar y acaban con todos estos que los recibirán en Guadalete con los brazos abiertos y una flor entre los dientes y otra en el culo puesta. Conmigo no sucederá: mientras pueda, los combatiré del modo que en cada momento mejor convenga. Pero mientras tanto, allá donde el desierto cría nereidas que se zambullen en el Mediterráneo (y sílfides que ventean alegremente los céfiros del mar de todos), en Rafah, los batallones de Hamás siguen escudándose con civiles a la espera de ser derrotados por Israel. Y mientras tal cosa ocurre, acá siguen resonando los cánticos necrosados con que algunos pretenden glorificar a los paladines del islamo-oscurantismo que jamás disfrutarán ni de setenta y dos, ni de diez, ni de una sola virgen, por mucho que crean en ello: solo podrán recrearse en la contemplación de su propio exterminio por parte de quienes aún tenemos sensatez en la cabeza.

(Creo que la ninfa quedó en muy buen lugar en el festival: las hordas de monos encolerizados son menos numerosas de lo que su mucho ruido sugiere).

viernes, 10 de mayo de 2024

De cuernos, faldas y marionetas

Escribo esto con cierto retraso debido, principalmente, a que no dispongo de presión externa alguna para publicar cuanto escribo, como sí ocurría antes pese a que me pagaban lo mismo que ahora: nada. Pero uno en ocasiones contrae obligaciones morales con sus caros lectores, aunque estos no las exijan, e incumplirlas produce en las mentes consecuentes una acre sensación en el paladar. Créanme, una ventana pública en un periódico privado es causa suficiente para crear espeluznantes infiernos cronométricos, como si el sentimiento que los erige se vivificase con los tormentos fingidos y nunca suficientemente bien fundamentados. Otrosí, no quiero significar que, en este momento, yo me permita inadvertir ampliamente el renovado y no garrapateado compromiso aludido anteriormente, porque mis actuales y muy escasos, tan escasos como carísimos, lectores, bien merecen mi máxima complicidad. Espero con estas palabras haberme congraciado tras mi espontánea ausencia: podría divagar hilvanando excusas laborales, estrés somático o lo que ustedes quieran imaginar. Nada de eso hay. Simplemente no me venía bien escribirla y no lo hice.

Desde el viernes, pare usted a contar, han pasado no pocas cosas. Desde un concurso musical eurovisible del que no tengo repajolera idea (salvo que por nosotros, es decir, por ustedes y quienes fuera que lo siguieron, se presentó una señora cual raposa), a unas elecciones en esa esquina del mundo cada día más tercermundista denominada Cataluña. ¿Hubo más acontecimientos reseñables? Bueno: un  calor vernal digno de encomio, una barbacoa en el jardín de mi casa, y bastantes horas de sueño plácido... Ignoro si el cretino que nos gobierna pronunció alguna palabra de esas que no escucho o a lo que se dedicó fue a estancarle otra ración de cuernos a su hermosa y un tanto patética esposa, la conseguidora (no, al parecer, de aquello que sí prefiere conseguir su mentecato marido: pasta gansa y poder nepótico). Por un lío de faldas encubiertas de política de baja estofa, a cambio, se nos obsequió con varios días sin tal insignificante presencia, que fueron cinco, por cuanto lo mismo la próxima vez es de por vida, aunque no caerá esa breva (o albacora), pero oiga, yo contento lo mismo que si hubiesen visto los tiempos ciento y una mil jornadas sin el viso de su innoble jeta, aunque el andoba lo teatralizase todo cual Macbeth analfabético, con unas porfías que produjeron zozobras exorcizables en alguna vicepresi y esputos de neardental en uno que jamás ha pillado un tren en su vida: vivimos en un país donde, en ausencia de un plan, lo que hay es bellaquería y no pocas, sino casi interminables, bobadas. Pero en fin, allá cada cual. 

Lo de Cataluña como que me da también lo mismo. Porque habiendo ganado la más cara Illa y habiéndose hundido el republicano gordinflas de misa diaria con un aragonesito por marioneta, lo de menos es qué va a pasar: supongo que lo que se le ocurra al cobarde fugitivo de la república minutera, acusado de terrorista, traidor, secesionista (aunque el indocto lo quitase de un plumazo del Código Penal: qué bravos son algunos jueces y fiscales, oiga, qué canina adhesión a la voz de su amo), un tipejo que nunca gana nada y ahí sigue, no hay quien lo pare ni lo borre del papel electoral. Y al otro lado, mire usted por dónde, don Alberto, siguen los de su derecha, acaso porque los votantes que los votan no se han dado cuenta del mucho opus que hay metido ahí dentro cavando trincheras, pero ya da lo mismo (el gallego tendrá que arreglarse el moño o acabar descabellado -en sentido no tauromáquico, creo- por los indios: pero allá él). 

Lo que no sé, oiga, es lo que está pasando por Euskadi. Ya sé que no toca, pero allí algo se anda cociendo… tal vez haya un nuevo guiso suculento de títeres chocarreros sin polichinela.


viernes, 3 de mayo de 2024

Lectura, música y móviles

Existe. Pero no se estila. Solo algunos pedantes recurren a ella. En verdad, son pedantes por declararla. No por practicarla. Es buen motivo para detestar a todos ellos. Como cualquier otro motivo: todos excelentes. En lo más profundo de mi ser, los entiendo. Perfectamente. Y cada vez más. No necesito igual profundidad para comprender a quienes piensan que sobra. Hablo de la lectura de libros.  

Me pasa lo mismo que con quienes dicen no saber  vivir sin música. Porque estamos, desde hace más de setenta años, recubiertos de broza. Y poco más de una década sepultados en inmundicia. Pero volvamos a los primeros, a los llanos, a los simples, a quienes no consiguen pasar la primera página de cualquier libro. No todos son ignaros, o analfabetos, o simplemente incultos. Tengo un respeto profundo por la carencia orgánica de conocimientos. En otro tiempo, el tiempo de mis abuelos, de algunos de mis tíos, solo se accedía a las cuatro reglas y las letras Del abecedario. Y, sin embargo, cuánta esplendidez, qué grande la querencia de aquellos labriegos por la cultura. Las enciclopedias escolares de entonces sumaban más luces y nociones que todo el acervo de los escolares de hoy, puestos todos juntos, aunando todas las edades y etapas. Todo está en internet, se justifican algunos. Todo. Bien cierto. También la ignorancia. Y cuánto cunde.

Hay quienes, sin leer una sola hoja, ni tan siquiera las plagiadas de las obras propias encargadas a otros, han conseguido grandes logros (caso del irrelevante zumbado a quien una caterva roja, prolija, variopinta, e idénticamente esquizoide, exalta). Logros cenicientos, grisáceos, olvidados del memento moris, teñidos de negritud lacerante, de la que están terciadas las guerras, y despotismo sin lustre, jenízaros a un mismo tiempo de la más vulgar decadencia, aquella en la que nos hallamos. La sociedad de ahora es así. Carece de lecturas, que dicen los pedantes del principio de esta columna. Carece de inquietudes intelectuales, porque solo le interesan las biológicas y las estéticas. Carece de seso en la mollera. Carece de perspectiva. Carece de historia. Carece incluso de futuro. Por ese motivo la sociedad de hogaño aclama a los idiotas: porque la sociedad misma es idiota, porque prevalece, a la hora de adjetivar conjuntos, la cualidad mayoritaria. Pensamos que la televisión delimitaba el ocaso. No era cierto. Fue este bienestar pésimamente urdido lo que hundió el porvenir de las naciones futuras.

Lo que sí existe. Y se estila. Y en lo que casi todos concurren, es en el móvil. No solo por depredar la atención, la concentración, el recogimiento, la abstracción, la meditación, la reflexión, el aislamiento. Despoja al individuo de su propia esencia. Lo convierte en un viviente cuya levedad alcanza el límite de las aplicaciones llamadas sociales cuyas notificaciones se anhela. ¿Cómo detenerse a leer nada, a escuchar a Mozart, a reflexionar sobre el propio sentido de la vida? Un ojo puede hallarse detenido en la tercera línea del segundo párrafo de la página centésimo vigésimo octava del libro entre las manos: el otro ojo otea, de soslayo, la luminiscencia de una pantalla ubicua: el pulgar hacia arriba, el corazón rojizo, una foto, un chiste, la última estupidez de quien vive de anunciar su cuerpo. La cultura invalida las nociones temporales, el móvil las convierte en exiguas y relampagueantes, efímeras por cuanto es imposible agolpar todas sus experiencias en la cabeza. Cómo lo detesto. Cómo lo odio. Mi abominación es superior a la que siento por el idiota monclovita que fantasea estar enamorado en sus cartas ciudadanas (joder, Begoña, divórciate de ese pelele: ¿necesitas mayor excusa?). No soporto compartir mantel con quien no deja de mirar vídeos ni de comentar la última notificación recibida. No soy capaz de sentir un ápice de concordia, tolerancia, ni tan siquiera respeto por quien solo posee en las meninges el infinita vacío de su vaciedad tecnológica. A mi hijo se lo tengo terminantemente prohibido (y me obedece: bien podría no querer hacerlo). A los demás… me prohíbo yo mismo a ellos.